Este es el tesoro de una memoria comercial que nunca cierra, la de un pueblo ribereño

10/07/2025 - 18:52 FCV

Una ola de recuerdos recorre el pueblo ribereño de Entrepeñas con nombres propios: Carmen, Enrique, Goyo, Marina… La infancia en forma de porrones, pipas, sardinas o botones.

Foto: Noelia Hr (Turismo Sacedón, Facebook). "Sigo echando de menos el ruido de sus tijeras...".

La calle Isaac Peral abría Sacedón como se abre un libro de recuerdos. Primero, la tienda de Angelines, con sus regalos para todos los momentos. Después, hacia el final, el suelo de madera y el olor a cueva de la tienda de Pedro Santiago, donde la memoria olfativa nos lleva a la del Señor Enrique, a esa sensación intacta de infancia y cercanía.

"Y la tienda de Javi, con sus cafés recién molidos y las sardinas...". Así comienza una cascada de evocaciones lanzadas por los propios vecinos, que han convertido las redes en un álbum coral, donde cada comercio, cada barra, cada escaparate, es parte de su propia historia. Desde la Oficina de Turismo de Sacedón se ha querido recoger esta memoria viva, que late entre los ecos de aquellos establecimientos que marcaron una época en este municipio ribereño del embalse de Entrepeñas.

Los kioscos del paseo marítimo, con sus bravas de Tomás, las orejas en invierno al calor de la estufa y la estampa inconfundible del césped bajo los árboles, se repiten en muchos recuerdos. Como si se hubieran quedado allí, esperando a que alguien los mencione. "El kiosco de Isabelita", "el de mis tías", "el de los patatas", dicen. Los más nostálgicos se preguntan por qué ya no están.

También las tiendas: la de Paloma, con "casi de todo" en autoservicio; la de Carmen Larriu, donde cabían desde tazas hasta electrodomésticos; la de Eugenia, en la calle Mayor, con sus bolsas de leche fresca; o la pastelería Tomico, que aparece varias veces, al igual que la de los Ardices.

Algunos mencionan con emoción la mercería de Angelines y Marina, la sastrería, la farmacia con campanitas al entrar o la tienda donde “las cuentas se hacían con lápiz”. Otros vuelven a oír en la memoria el ruidito de las tijeras o ven las puertas azul turquesa de La Marina, donde compraban con sus madres una crema o unos botones. "Esa era mi infancia, mi adolescencia, mi Sacedón", resume Gloria, como si todo ese tiempo cupiera en un minuto de lectura.

Las referencias son tan personales como universales: la tienda de Goyo y sus pipas, la pescadería de Piedad, el estanco de Patro, la droguería de Paloma, las caseras de las tres M, la tienda de cebo vivo, la churrería del hijo del kiosquero, la cerámica de Carmen, la pastelería de Mari Tere y Paco o el bar Marin frente a la plaza. A veces no hay nombre, solo la función: “la señora que vendía fruta en la puerta de casa y pesaba con la romana”.

Y luego, el ocio: el Bar Cinema, La Jingo, Las chicas con sus porrones y cacahuetes, los billares, la bolera, los recreativos, las ocho o nueve discotecas, los pubs como Estribor o Aqua, el Camping y sus huevos rotos con costilla, la barbacoa a las cinco de la mañana con los bocatas de Ocha, la discoteca donde algunos conocieron al amor de su vida. Todo eso fue también Sacedón.

Al final, la sensación es compartida: "Ya no hay tiendas", "ya no queda casi nada", "pero lo llevamos dentro". Lo dicen sin amargura, como quien repasa un álbum familiar. El paseo marítimo, los kioscos, la calle de las tiendas… no son solo calles. Son lugares donde aún huele a sardinas, a café recién molido, a papel de regalo, a madera, a pueblo.

Y aunque muchos de esos locales ya no están, el relato colectivo los mantiene abiertos, con una cortina de cuentas de colores en la entrada y una sonrisa al fondo del mostrador. Sacedón guarda en su memoria comercial una de sus esencias más queridas. Basta con cerrar los ojos y oler, otra vez, a infancia.