Seguimos en el espíritu y la verdad


Las fiestas de este año son una oportunidad para celebrar el sustrato religioso, la verdadera base de lo suprimido. 

La gente se pregunta si el golpe de la pandemia, con sus consecuencias humanas (muertes, dolor de las familias y amigos) y económicas, producirá un cambio en nuestra actitud como personas y en la sociedad. Mirando a la historia es lícito dudar de que se produzca ese cambio. Pasamos la guerra civil y la segunda guerra mundial con sus millones de muertos, y pronto triunfaron sobre la desmemoriada humanidad el dinero, el poder y el sexo, sinónimos de mundo, demonio y carne, los enemigos del alma, según el clásico catecismo del padre Ripalda. La pandemia de la covid-19 nos ha oprimido de modo abrumador porque vivíamos en una “ciudad alegre y confiada” (Benavente), en un mundo de “señoritos satisfechos” (Ortega y Gasset), herederos de los años más prósperos y pacíficos de nuestra historia. 

Un efecto inmediato de la situación sanitaria ha sido la supresión de las fiestas. Confieso que uno de mis grandes placeres en estos meses era gozar en Nueva Alcarria las descripciones de los festejos populares de nuestra provincia, y ese placer se prolongaba y se prolonga todo el año con los preciosos artículos de historia y arte de los pueblos, que publican el Dr. Herrera Casado y otros intelectuales. En mi caso, además (y perdonen esta declaración autobiográfica), los nombres de la mayoría de esos pueblos me son familiares desde niño. Mi padre (e.p.d.) era un modesto tratante en ganado, que se recorrió la provincia durante muchos años, generalmente a pie, y de los relatos de aquellos viajes me quedaron en la memoria nombres como Checa, Molina o El Vado y Tamajón con su Virgen de los Enebrales. Muchas veces le oí hablar de la “posada de la tía Gabina” en Peralveche, y muchos años me arropé con “la manta serrana”, que bajó de Rata (hoy Santa María del Espino). En esta ocasión la pandemia nos ha impedido celebrar las fiestas de nuestros patrones. 

De esta situación podemos extraer varias consecuencias; primera, anhelar la vacuna que está preparando el genial y honradísimo biólogo español, profesor Mariano Esteban, para celebrar en diálogo relajado y gozoso la posibilidad de comunicarnos de cerca. Segunda: aprovechar el vacío sufrido al suprimir las fiestas para reconocer su función social e histórica en nuestra identidad nacional. A mi parecer, las diferencias exteriores (dejando al margen las posturas teológicas) más llamativas entre protestantismo y catolicismo son las siguientes: frente al determinismo protestante, el reconocimiento de la libertad de albedrío; la devoción a la Virgen “como madre de Dios”. Lutero la llama generalmente con este título, advirtiendo solamente que no se la eleve a diosa, y en tercer lugar la veneración de los santos, como intercesores ante Dios por nosotros. Esta devoción a San Miguel o a San Roque, a la virgen en sus numerosas advocaciones (la Virgen de la Luz en Almonacid o la Soledad de Yebra el 8 de septiembre) y a la cruz de Cristo en Almoguera y Hueva (14 de septiembre; meros ejemplos de fiestas entrañables de mi juventud) son manifestaciones externas de una fe quizá velada por el miedo, la codicia, por instancias de resentimiento y en la mayoría de nosotros por la distracción. Las fiestas de este año, condicionadas por la pandemia que ha difundido tanto dolor, son una magnífica oportunidad para celebrar el sustrato religioso, la verdadera base, de esa procesión o esa novillada que se han suprimido. Esos espectáculos son estupendos porque unen a las personas, dan felicidad a jóvenes y viejos, y fomentan la economía de nuestros pueblos. Pero este año en que todo eso ha quedado suprimido, solo nos queda gozar y rezar, no en la calle o en la ermita, sino “en espíritu y en verdad” (Juan, 4,3).