7 años sin Andrés Berlanga y 41 con su 'Gaznápira'
Como acostumbro a hacer con cierta frecuencia con las obras literarias que más me han satisfecho, he leído, he vuelto a releer recientemente, por cuarta o quinta vez ya, La Gaznápira, la magnífica obra de Berlanga.
Como a la Amanda de la mítica canción de Víctor Jara, recuerdo al periodista y escritor Andrés Berlanga (1941-2018) en un día de calle mojada, aunque yo no iba a la fábrica, como Manuel, sino a la radio, a hacer el “Guardilón” con mi, aún más hermano que amigo, Javier Borobia. A Andrés le gustaba mucho ese tema del cantautor chileno y lo tarareó hasta los últimos días de su vida. Berlanga era de Labros, pedanía de Tartanedo, situada en el norte del Señorío de Molina, donde Castilla amorra ya a Aragón. Amorrar es guiñar el ojo en expresión dialectal propia de aquella tierra molinesa de la que yo también desciendo y, sin duda, fue el del paisanaje compartido un factor decisivo para que él y yo, pese a la diferencia de edad, aún sin frecuentarnos en exceso y casi siempre desde la distancia, mantuviéramos comunicación y cierto aprecio hasta que una cruel y breve enfermedad se lo llevó a los 77 años; demasiado viejo para el rock and roll, pero aún no para morir. ¡Qué lástima!, como la doliente expresión del verso que León Felipe escribió en Almonacid de Zorita. Lo de amorrar no lo he metido de clavo, lo he hecho adrede porque, si por algo se significó Andrés Berlanga, fue por su proverbial uso, dominio, cuidado y difusión preservativa-y no me estoy refiriendo precisamente a un condón, sino todo lo contrario- o sea, conservante que no conservadora-eso, Andrés, jamás- de voces propias y singulares del lenguaje rural y, más en concreto, del hablado en su país de nación. O sea, Molina, que, para quienes se hayan sorprendido por esta expresión, es tan país como el vasco, al menos por dos razones: porque la base histórica territorial del País Vasco es el antiguo Señorío de Vizcaya, rango y título que comparte con Molina, y porque país, según la segunda acepción de esta voz en el diccionario de la RAE, es un “territorio, con características geográficas y culturales propias, que puede constituir una entidad política dentro de un estado”. Molina fue condado y real señorío e, incluso, algunos sostienen que también reino de taifas, si bien parece improbable. Igualmente fue circunscripción asimilada a provincial y, por ello, tuvo su propio representante en las Cortes de Cádiz, donde España quitó muchas telarañas a su historia e intentó hacer ciudadanos a los hasta entonces solo súbditos. El rango de territorio con características geográficas y culturales propias y, por ende, de entidad política, le fue reconocido a Molina cuando el 25 de abril de 1813, en Anguita, se constituyó la primera “Diputación de Guadalaxara con Molina”. El Señorío molinés nunca ha dejado de ser partido judicial y hasta el estatuto vigente de Castilla-La Mancha, en su artículo 29, dice textualmente que se podrán “reconocer el hecho de comunidades supramunicipales, tales como las de Villa y Tierra, el Señorío de Molina y análogas”, aunque no se hayan reconocido nunca, pese a algún intento fallido, hace ya mucho tiempo de ello. Todo lo dicho en cascada sobre el país molinés, lo sea en honor de Andrés Berlanga, quien, desde su mocedad, residió casi toda su vida en Madrid, y un tiempo, ya en su otoñada vital, en Alicante, pero siempre tuvo el corazón orientado al este: a su querido Labros, a su tierra molinesa, a su provincia de Guadalajara.
Andrés Berlanga, periodista y escritor.
Hacía tiempo que quería dedicar un Guardilón a Andrés Berlanga y en esta entrega ha llegado el momento, no por casualidad. Como acostumbro a hacer con cierta frecuencia con las obras literarias que más me han satisfecho cuando las he leído, he vuelto a releer recientemente, por cuarta o quinta vez ya, La Gaznápira, la magnífica novela que el autor de Labros publicó en 1984 y que estuvo a punto de obtener el Premio Nacional de Narrativa. No le hizo falta pasar de estar entre las obras que valoró el jurado de ese año como principales candidatas al galardón para ser considerada una novela brillante y excepcional. Muchas y muy buenas fueron la mayor parte de las críticas que recibió, pero quizás el juicio más cálido y contundente, efectivo y efectista, vino de la autorizada mano del gran poeta y académico de la RAE, Pere Gimferrer, quien dijo de ella que “nunca creí que con materiales de derribo se pudiera levantar una catedral literaria”. Gimferrer se refería con eso de los materiales de derribo, tanto al alma como al corazón de La Gaznápira pues se trata de una obra en la que se narra la vida paralela de una chica un tanto palurda- eso es lo que significa gaznápira-, Sara Agudo, y su pueblo, Monchel-remedo del propio Labros-, entre 1949 y 1984, o sea, en el período álgido de la despoblación rural que se ensañó especialmente con la comarca molinesa. La “catedral” a la que se refiere Gimferrer, sin duda es el ejercicio de exposición y, por ello, de puesta en valor y recuperación del lenguaje dialectal de la zona de Labros que hace Berlanga en su novela. Gracias a ella, la literatura ha podido conservar voces y expresiones que han caído en desuso porque quienes las utilizaban las metieron en sus maletas, camino de la diáspora migratoria hacia las ciudades, o porque ya han muerto. La obra está muy bien escrita, con la brevedad expresiva del buen periodista que era y los recursos del notable escritor que también era. El hilo narrativo presenta un tono irónico típico de la personalidad de Andrés y de su propia tierra, rayana entre Castilla y Aragón. Si acudimos al vocabulario dialectal recogido en la obra, con cada palabra colocada en su sitio, sin forzar nada, algo que tiene mucho mérito, podemos casi construir un idioma autóctono, un dialecto monchelense o labreño, como prefieran. Sirva de ejemplo esta muestra que yo mismo he elaborado usando palabras contenidas en La Gaznápira: “Te he acucado mientras amorraba en la fuente de Carramilmarcos con el arrapieza y charrador de Lauro, cuando íbamos con el barrastro y la dalla al cruce del pairón a limpiar el piazo rocho de las cañadas”. En lenguaje castellano de comprensión común, este párrafo quedaría así, una vez traducido el léxico dialectal en él contenido: “Te he guiñado el ojo mientras bebía en la fuente de Carramilmarcos -es un paraje de Labros y el prefijo “carra” significa camino- con el travieso y parlanchín de Lauro, cuando íbamos con el rastrillo y la guadaña al cruce del pairón-ya saben, los típicos monolitos que están a las salidas de los pueblos y cruces de caminos de Molina, muchos de ellos dedicados a advocaciones religiosas- a limpiar la parcela pobre y desolada de las cañadas”. Mientras hacía este juego de creación de una frase con léxico dialectal empleado por Berlanga en su obra, me ha venido a la mente la Mingaña que, como es sabido, es una singular jerga de tratantes, muleteros y esquiladores que se habla precisamente en el noreste de Molina, donde se ubica Labros, el Monchel de La Gaznápira.
Si no recuerdo mal, fueron once las ediciones que se hicieron de La Gaznápira, si bien es ya un libro difícil de encontrar en las librerías que no sean de viejo y ocasión, debiendo acudirse al mercado de segunda mano si se quiere adquirir un ejemplar. Una opción de acceder a él es tomarlo en préstamo en bibliotecas, donde no debe faltar pues, no lo dice el corazón del afecto al autor sino la razón, sin duda se trata de una obra de fácil y entretenida lectura porque Andrés dominaba el oficio narrativo con mano de maestro. Sobre todo el relato corto, y esta obra no deja de ser la suma de siete “relatorias”, como él mismo llama a cada capítulo, con las mismas figuras-Sara y otros personajes, entre ellos el carismático Tío Jotero- y los mismos paisajes-la dicotomía Madrid/Monchel, ciudad/pueblo.
Llegados a este punto, también recomiendo la lectura de otras obras de Berlanga que sí que son colecciones de relatos cortos y en los que se aprecia también que estamos ante un notable escritor, con orígenes en el periodismo, pues fue profesor de la desaparecida Escuela de Periodistas durante siete años y escribió para el diario Ya y la agencia “Logos”. Es, además, especialmente destacable el hecho de que ocupó la jefatura de prensa de la prestigiosa Fundación Juan March a partir de 1974 y durante la última y más larga etapa profesional de su vida, donde hizo una magnífica labor, especialmente reconocible en el boletín literario “Saber leer” que él mismo impulsó y dirigió. Entre esas obras de relatos breves que Andrés publicó, sobresalen dos: Del más acá- editada en 1987, tras el éxito de La Gaznápira- y, sobremanera, su última obra, escrita ya en el tiempo de la jubilación, con la experiencia del largo camino recorrido y la gratificante calma que te aporta escribir porque quieres y no porque debes. Esta última creación la tituló Sucesos y está conformada por 52 relatos de un folio de extensión cada uno. Fue editada en 2013, cinco años antes de su muerte. En ella, la inteligencia, la sabiduría y la ironía van cogidas de la mano y juegan al corro alrededor de personajes cotidianos en situaciones infrecuentes o protagonizando hechos inhabituales, dignos de ser elevados a la categoría de sucesos. Andrés, en definitiva, fue un genio que nunca quiso salir de la lámpara mesetaria.