
Buses sin parada
El Ministerio de Transportes, regido por el campechano tío Ábalos (2030-3023), luego por la ‘pesecera’ y hoy jefaza de Paradores Raquel Sánchez, y ahora por el bronco vallisoletano Óscar Puente, ha decidido que en los pueblos de Guadalajara, Cuenca y Teruel sobran casi todas las paradas de las históricas rutas de coches de línea.
Parece que el añadido de ‘Movilidad Sostenible’ (y de paso progresista, feminista y favorable para el planeta y el medio rural) no está de adorno. Tanta parada sin que suba o baje casi nadie, creen, hace el trayecto interminable y supone un gasto que puede llevar a la quiebra a la compañía. Se suprimen 28 en nuestra provincia y listo.
Quienes necesitan ocasionalmente estos autobuses, sobre todo para acudir a citas médico-hospitalarias, ven el coste marciano, como el famoso chocolate del loro. Estas maniobras no son nuevas ni cesarán aunque esta se aparque. “Los ciudadanos de aquí no existimos ¡Cuánta desvergüenza!”, claman indignados.
Somos muchos los partidarios de que se mantengan. Y los nostálgicos. Un autocar de la línea Molina de Aragón-Madrid fue el primer auto al que subí con seis años desde mi pueblo a Establés para celebrar San Antonio. Las sabinas parecían volar por el Cerro Gordo, las ruedas botaban sobre la carretera pedregosa, levantaban polvareda y se removía el estómago y la cabeza.
En casi todos los recuerdos de mi adolescencia y juventud (fiestas, estudios, mili, amores…) aparece un coche de línea. A veces frío como un témpano. Era el cordón umbilical con las capitales y el futuro.
Un viejo matrimonio de mi pueblo contaba que combatían la soledad en largas noches invernales contando hasta quedarse dormidos las casas que quedaban abiertas, quiénes habían sido novios y las paradas de autobús de Molina a Calatayud, Ariza y Madrid. Y viceversa. Pobres. Ni imaginaban esta pesadilla.