Coste de oportunidad


Hace pocos días, la España que se está haciendo mayor de edad (aquellos que nacieron en 2006), se presentó a la EvAU con el objetivo de cumplir el necesario trámite que separa a los bachilleres de hoy de los egresados de mañana. Mi padre siempre me ha recordado la verdadera criba que era la antigua “Reválida” en comparación con la “Selectividad” que hice en 2003 y ambos  coincidimos en el chiste que es dicha prueba hoy en día. Según las últimas estadísticas, el 95% de los chavales que se presentaron, han aprobado. Si esto fuera una serie de Netflix como El juego del calamar durante la cual los púberes fueran verdaderamente purgados, la primera temporada duraría más de 200 capítulos.  Cierto es que se hacen más exámenes para que la nota pueda llegar hasta 14 puntos, pero ¿no sería más fácil elevar el listón inicial para que realmente se filtrara por capacidad  real? Seguimos siendo un país donde la titulitis brilla con luz propia. Antes, el tíulo universitario valía por sí mismo como la mayor carta de visita y en familias “de provincias” sería como un comodín de progreso en la escalera social; pero ahora, tan solo es el primer paso de un sin fín de másteres, pruebas habilitantes, doctorados, idiomas, prácticas y lo que sea necesario para cubrir las necesidades de la empresa o de la sociedad. Les hago spoiler: a día de hoy las universidades se encuentran muy lejos de las demandas del tejido productivo. A lo mejor hay que reflexionar sobre la fuerza productiva ociosa, sobre las redes sociales de protección o sobre la falta de adecuación de la formación a la realidad. Otro día.

    Tras el verano de los 18, me planté en Plaza de la Victoria, correspondencia con la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Alcalá y escuché el manido mantra de la escasez que Samuelson ha metido a fuego a todos en el último tercio del siglo XX. En la guerra hay que elegir entre fabricar armas o dar de comer a la población. Cañones o mantequilla y desde hace medio siglo, se ha puesto este ejemplo siempre para confrontar las necesidades ilimitadas del ser humano con la falta de recursos totales. Han pasado más de tres lustros desde que un Borbón emérito y un Zapatero jurídico, firmaran la primera credencia formativa que cuelga de las paredes de mi despacho. Tras tanto tiempo, puedo aseverar y en un ejercicio de simplificación extrema, que solo hay dos bienes absolutos. Tiempo y Dinero. Son imperfectamente intercambiables en el mercado de inversión o de trabajo. Una persona con tiempo y sin dinero lo dedicará al curro. Una persona con dinero, tendrá mayor tiempo disponible. Da igual las vueltas que se le den. La sociedad está construída bajo esta premisa y ni siquiera un tsunami de buenismo va a ser capaz de cambiarlo en décadas. La diferencia entre ambas tan solo es la magnitud acumulativa. El minutero es finito y rara vez atesorable mientras que el parné es amontonable y tiende al infinito. Este párrafo solo tiene una conclusión posible y un corolario válido. El dinero pasa a segundo plano ante la escasez del tiempo.  Las lecciones clásicas siempre han estado ahí, tan solo hay que entenderlas y ver a lo que se renuncia en cada una de las elecciones. 

    De aquí sale el concepto de coste de oportunidad. Si una persona elige estudiar en la universidad, sacrifica poder trabajar esos años. Está renunciando a un salario presente para tener una mayor nómina futura gracias a su formación. En ciertas opciones es evidente cuantificar o discriminar qué selección es mejor o peor, pero en otras es francamente imposible. El coste de oportunidad de comer todos los días una hamburguesa pastosita es comprometer de manera imponderable la salud a largo plazo, pero con una satisfacción infinita voluntaria (conozco muy pocos orgasmos por brócoli). Para llegar a estas conclusiones tan solo tienen que imaginar que la felicidad es una parcela de terreno delimitada por una valla que representa la capacidad económica. A mayor dinero, más opciones disponibes para hacer o tratar de ser feliz, pero también menos tiempo relativo disponible para explorar el mundo al alcance. ¿Por qué esta chapa a mitad de camino entre la filosofía y la economía básica? Porque por ese afán de querer ser mayores de nuestros jóvenes, se están olvidando la maravillosa sensación que es aprender lecciones vitales por uno mismo y ser dueño de su tiempo. No hay un único camino, no hay una meta unificada, nadie tiene las mismas vallas que saltar ni sale al campo con el mismo equipamiento. Si tuviera que dirigirme a mi yo de 2003, no le diría que disfrutara la trama más que el desenlace. ¿Por qué? Porque Jorge Drexler no sacó la canción hasta 2010. Cachorros, disfrutad cada segundo. Ya os tocará pagar impuestos.