Cuento de Navidad
Irene se despertó como era habitual en los últimos tiempos: demasiado pronto, demasiado nerviosa, demasiado inquieta...
Irene se despertó como era habitual en los últimos tiempos: demasiado pronto, demasiado nerviosa, demasiado inquieta. Giró levemente el reloj de la mesilla de noche. Las cinco menos cuarto. Una hora absurda, demasiado pronto para estar despierta y demasiado tarde para no haberse acostado, algo que en realidad siempre pensó cuando era más joven y las noches se alargaban mucho que en estos días.
Se acurrucó, tratando de dormirse otra vez. Sin éxito. Se le hacía imposible alejar de su mente tantas preocupaciones. ¿Qué sería de sus hijos y de su marido, al que los desvelos nocturnos parecían haber respetado más aquella noche –respiraba honda y profundamente a su lado–? ¿Qué porvenir les esperaba a sus dos nietos -los que le daban la ilusión y la alegría para seguir adelante...?
La culpa la tenía esa maldita pandemia, que lo complicaba todo. Todo lo crispaba y lo tensaba. Poner la tele, a la hora del informativo, era pasar un trago amargo –al que sin embargo se obligaba– por tantos sinsabores, tanta enfermedad, tantos muertos y tanto enfrentamiento. Ni siquiera estos días de Navidad lograban cambiar su ánimo. Eran demasiados los recuerdos de demasiadas personas amadas que ya no estaban, algunos, muy cercanos, por ese maldito virus. Una criatura absurda, apenas sin vida, que había logrado poner el mundo del revés.
En su cabeza daba vueltas una noticia que había llamado su atención en el telediario de las nueve: “Si yo desaparezco, ¿qué comerás mañana?” rezaba una pancarta que llevaban unos agricultores y ganaderos que se manifestaban con sus tractores. El líder agrario explicaba que no eran capaces de obtener precios justos por sus productos, y que varias granjas estaban cerrando cada día en España. “Qué despropósito”, pensó Irene. “Desde luego espero que no desaparezcan”.
Sacó fuerzas de flaqueza y se levantó, harta de revolver la cama. Esa noche vendrían sus hijos y sus nietos a cenar y había mucho que preparar. A pesar de las restricciones y el miedo al contagio, se juntarían. Les movía la ilusión de estar juntos, preparar los aperitivos, el asado y los dulces, abrir una botella de vino de las buenas y alargar hasta tarde la reunión, y hasta echarse algún cante y algún baile.
Caminó hasta la cocina en la oscuridad de su casa. No le hacía falta dar la luz. Conocía aquel pasillo como la palma de su mano. “Lo primero prepararé el caldo de Navidad”, pensó y fue a comprobar cómo habían engordado los garbanzos que dejó en remojo la noche anterior. O pensaba que los había dejado. Cuál fue su sorpresa al comprobar que el recipiente descansaba sobre la encimera, lleno de agua hasta la mitad, pero no los garbanzos. “¡Cómo tengo la cabeza! ¿Es posible que se me olvidara echar la legumbre? Estoy fatal…”.
Inquieta, abrió la nevera, sin saber muy bien qué se iba a encontrar. El LED interior del aparato se encendió suavemente, iluminando una nevera completamente vacía. La invadió una sensación como de montaña rusa, un golpe de adrenalina entre pecho y abdomen que le hizo flojear las piernas. Trató de buscar –como hacemos siempre las personas– una explicación razonable a esa nevera vacía. “¿Les habían robado? ¿Cómo era posible? Llevarse el cordero y medio que ella misma había recogido de la carnicería la mañana anterior tenía un pase, pero dejar la nevera completamente desierta. No podía ser.”
De repente, escuchó la lluvia golpeando la ventana de la cocina. “Qué raro que lloviera tanto el día de Nochebuena”, pensó mientras se acercaba al cristal. Echó un vistazo a la calle. No sabía muy bien qué esperaba ver. ¿Tal vez un caco corriendo con su cordero y medio, su caja de langostinos, su saquito de garbanzos y su tarrina de queso Philadelphia para untar los canapés? Lógicamente, la calle estaba desierta a esas horas.
¡Brrr. Brrr! Le sobresaltó el vibrador de su móvil, que había dejado cargando sobre la mesa de la cocina. “Eso no se lo habían llevado”, rumió, sin abandonar la hipótesis del robo nocturno. Abrió el wasap:
Marcos hijo: Mamá, es algo muy raro. Me he despertado y al abrir la nevera para beber un vaso de leche, estaba vacía… No me refiero al tetrabrik… Es la nevera entera. Está vacía mamá!!
No podía ser. Sin pensarlo dos veces marcó el número de su hijo, a pesar de que no eran ni las 7 de la mañana: “¿Qué está pasando hijo? ¡Nuestra nevera también está vacía!” “¿Pero qué dices mamá, cómo puede ser? Estoy flipando”, respondió Marcos. “Tiene que haber una explicación a todo esto. Voy a despertar a tu padre”. “Vale mamá, voy a abrir el Twitter a ver si dice algo”, y colgaron.
Vicente no podía creer lo que veía. Rápidamente encendió la radio y escuchó la voz de ese locutor al que siempre le dejaban al cargo del programa en Navidad y en verano que, la verdad, le gustaba más que la “jefa” que llevaba el programa todo el año. El tono era de honda preocupación, ese tono que ponen los periodistas cuando lo que está pasando es gordo y alucinante de verdad.
“Aún no se conoce el alcance exacto de esta crisis que, por lo que sabemos a esta hora podría alcanzar dimensiones globales. Nuestros corresponsales en todo el mundo informan a esta hora de una misteriosa y preocupante ola de desaparición de alimentos, en neveras, despensas, incluso en establecimientos de la distribución alimentaria. Moncloa ha publicado un tuit hace unos pocos minutos en el que afirman estar estudiando la situación y anunciando una declaración institucional para las próximas horas…”
“Este año de locos guardaba lo mejor para el final, ahora ha desaparecido la comida”, gritó Irene, mientras un escalofrío le recorría la espalda. “¿Cómo es posible? ¿Qué haremos ahora?” Irene había empezado a sentir una honda ansiedad, una sensación de ahogo que le oprimía el pecho. Ella y su marido se abrazaron. Unos segundos después escuchó las señales horarias en la radio, ese pi-pi-pi-piiii que indicaba la hora en punto. “¿Las siete, ya?”, pensó, pero de repente ya no estaba en la cocina, sino en su cama. Vicente se desperezaba a su lado al tiempo que le daba los buenos días, cariño.
Se levantó de un saltó y corrió a la cocina. Respiró al ver los garbanzos en remojo. A su lado, en la encimera, unas tabletas de turrón, polvorones y mazapanes que más tarde colocaría con sus nietos en la bandeja bonita. El frutero rebosaba de naranjas, mandarinas, fresas, plátanos, peras y manzanas. En la alacena descansaban latas de conservas de mejillones, bonito del norte, sardinillas, espárragos y aceitunas. Al lado, en una fuente, cinco espectaculares tomates esperaban a la ensalada que prepararían esa noche.
Se dirigió por último a la nevera, con el sueño de aquella noche aún fresco en su memoria, agarró el asa y esperó unos segundos antes de tirar para abrirla. ¿Qué esperaba encontrar? Tal vez su cordero y medio que degustarían sus hijos y nietos, las botellas de vino blanco y de cava que había puesto a enfriar la noche anterior, la lombarda, que prepararía como todos los años. En fin, toda la comida que había ido planificando y comprando aquellos días para celebrar la Navidad. Una comida que desde luego esperaba que no faltara nunca, que no escaseara nunca. La comida que sus abuelos y sus padres le habían enseñado a amar, a respetar y a preparar cada día. Una comida que era mucho más que un alimento. Era lo que unía a su familia, a todas las familias, alrededor de la mesa tres veces al día. Y que debía tener un precio justo, sobre todo para los que la producían, ¡estaría bueno!
Sin darle más vueltas, tiró de la puerta y abrió la nevera.”