Del cementerio del ‘castil de judíos’ al proyectado y nunca construido en La Merced

02/11/2019 - 17:40 Jesús Orea

Corría el año 1968 cuando el cementerio estaba acercándose a la saturación y no era posible ampliarlo pues el terreno colindante era del Ministerio de Vivienda.

 El actual cementerio municipal de Guadalajara va a alcanzar el año que viene los 180 años de historia pues fue en 1840 cuando se inauguró, cumpliéndose así la histórica Real Cédula de Carlos III, datada en abril de 1787, por la que se obligaba a emplazar los camposantos fuera de las ciudades por razones sanitarias. Esta decisión real tuvo que ser recordada, complementada y ratificada por otras en los años subsiguientes de 1806, 1833, 1834 y 1840 ante la reticencia de muchos municipios a darle cumplimiento pues en ellos se seguía optando por el enterramiento en los cementerios parroquiales, dentro del casco urbano de las ciudades. Baste un dato al respecto: mediado el siglo XIX, aún había más de 2600 municipios en España que no disponían de cementerio público.

La necrópolis de la capital está ubicada en un paraje que históricamente fue conocido como el “Castil de judíos”, que es lo mismo que decir la judería. Efectivamente, en ese lugar situado dentro del perímetro del actual polígono del Balconcillo, está datada la ubicación de un cementerio hebreo medieval, e incluso hay cronistas e historiadores, como Luis Cordavias, que sitúan el hallazgo en él de restos arqueológicos como “brazaletes, argollas y otros objetos”, propios de enterramientos semitas. Este paraje estaba situado allende muralla, en las proximidades de la puerta de Feria, también llamada de Alvarfáñez; dentro del recinto murado de la ciudad, el barrio judío estaba ubicado en el perímetro que podríamos delimitar, aproximadamente, entre las actuales calles de Ingeniero Mariño, limitando con las murallas sobre el barranco del Alamín, Dr. Benito Hernando (Museo) al sur, que le separaría de la aljama mudéjar, y la calle Miguel Fluiters. Dentro de la judería estaría también la actual calle de la Sinagoga, de clara referencia al templo judío por antonomasia. En Guadalajara hubo, al menos, cuatro sinagogas.

Antes de habilitarse en el “Castil de judíos” el cementerio municipal de Guadalajara que aún hoy pervive como tal, hubo un espacio conocido como “Campo de las Ánimas”, en una zona próxima al Depósito de las Aguas, en el que también se produjeron enterramientos en el siglo XVIII y principios del XIX, aunque la primera opción de los que podían permitírselo seguía siendo enterrarse en los parroquiales, tanto dentro como fuera de los templos. Dependiendo de los derechos funerarios y las posibilidades económicas de los difuntos, unos eran enterrados bajo techo y otros al aire libre; y, entre aquéllos, unos más cerca del altar que otros. Recordemos que en la historia funeraria de España, hubo momentos en que los cementerios se contemplaban solo como lugares de podredumbre e inmundicia y no precisamente de memorial y de piedad, mientras que en otros, sobremanera en el siglo XVIII, eran tenidos como espacios fascinantes cuando la muerte y el misterio de los cuerpos sin vida se convirtieron en algo, más que físico, metafísico.

 

 

En los primeros años de existencia del actual cementerio, las noticias que tenemos de su estado de mantenimiento y conservación son bastante desalentadoras, hecho sin duda debido a la precariedad social y económica que aquejaba a la propia ciudad, agravada en esos años por la destrucción física del casco urbano que, principalmente, le acarreó el impacto de la Guerra de la Independencia en ella y, en menor pero también estimable medida, la Guerra Carlista del 36. Es, sobre todo, a partir de 1860, coincidiendo con la llegada del ferrocarril a Guadalajara, cuando la ciudad comienza a vivir un cierto desarrollo económico, paralelo al del conjunto del país, que también se traduce en una mejora progresiva del camposanto municipal. Obras y ensanches continuos mejoran sus instalaciones, entre ellas las construcciones de salas de depósito y autopsia de cadáveres, la vivienda del guarda, la capilla y la artística verja de hierro que conforma la fachada principal, acometidas en 1877. Su aspecto también gana mucho cuando se aborda una completa renovación del arbolado un año después. 

El momento arquitectónico cumbre para el cementerio de Guadalajara llegó a partir de 1885 cuando la Marquesa de Villamejor, doña Ana de Torres, solicita terrenos para construir el futuro panteón funerario de la familia (cuyas obras se acometerían unos años después, entre 1896 y 1899), sobresaliente obra del reputado arquitecto arriacense, Manuel Medrano. La marquesa paga al ayuntamiento 9000 pesetas por el suelo que adquiere en el camposanto y, gracias a esa tasa, se urbaniza el tercer patio. La obra de infraestructura del suelo, primero, y la de construcción del mausoleo, después, dan empleo a un buen número de obreros. El consistorio de la ciudad, agradecido por todo ello, decide en 1898 dar a ese patio el nombre de Santa Ana, en honor a la marquesa, mientras que al primero se le otorga el de la patrona, la Virgen de la Antigua, y al segundo, el de la Soledad. Desde que concluyeron las obras del panteón de los marqueses de Villamejor, éste se constituyó en la primera y más notoria tarjeta de presentación del perfil urbano para los viajeros que llegaban a Guadalajara por ferrocarril o por la carretera general que, entonces, devenía por el barrio de la Estación y pasaba por el puente árabe, camino de las calles Madrid, Ingeniero Mariño, Ramón y Cajal y Zaragoza. De esos años datan también otros notables panteones desde el punto de vista arquitectónico, como los de doña Cándida Hompanera (1890), el de los Ripollés-Calvo (1893), el de doña Josefa Corrido (1894), el de los Hermanos Arroyo (1897) o el de la familia Chávarri (1899), entre otros, todos ellos localizados en el segundo o el tercer patio.

 

Durante los dos primeros tercios del siglo XX, el cementerio municipal no fue objeto de reformas o de construcciones especiales, destacando únicamente de este largo período de tiempo la obra en ladrillo visto del esbelto panteón del Conde de Romanones, a principios de los años 50. De su fallecimiento y entierro (en 1950), así como de la erección del mausoleo (entre 1953 y 1955) ya nos ocupamos detenidamente en El Guardilón de noviembre del año pasado. Recordemos que, durante cinco años, el Conde estuvo enterrado provisionalmente en el panteón de los Marqueses de Villamejor, sus padres, dato que contrasté gracias a la profesionalidad del recientemente fallecido archivero municipal, Javier Barbadillo, a quien desde estas líneas quiero homenajear por su laboriosidad, competencia y brillantez profesionales, al tiempo que por su bonhomía.

En los inicios del último tercio del siglo XX el cementerio de Guadalajara tiene la fortuna de contar con un gran concejal delegado, determinante para su devenir y progresiva y notoria mejora: Francisco Borobia López, quien ocupó esta responsabilidad municipal, además de la de parques y jardines, desde mediados de los años 60 hasta 1979. En abril de ese año, como alcalde en funciones de la ciudad que era en ese momento, dio el relevo al frente de la corporación municipal a Javier Irízar, el primer regidor local elegido en la nueva etapa democrática tras la Constitución de 1978. Francisco Borobia fue un concejal extremadamente laborioso y preocupado por mejorar el cementerio, hasta el punto de que, cuando cesó en 1979, un gran periodista -además de maestro y amigo de quien esto escribe-, Salvador Toquero, resumía con estas expresivas palabras su labor: “el cementerio ahí está librado de la sordidez, la penuria, el barro y la tristeza con que él lo encontrara, convertido ahora en un recinto de modernísima traza, pavimentado, ajardinado, cuidado y dotado”. Borobia fue un concejal modélico que solo cobró en satisfacción personal al ver que sus muchas ideas y proyectos se iban realizando; y no solo mandó hacer, sino que él mismo se arremangó cuantas veces hizo falta y se puso al frente de los trabajadores para llevar a cabo obras, entre ellas la pavimentación de los paseos que, en bastantes ocasiones, consiguió abaratar al reutilizar restos abandonados de sepulturas o de descartes de marmolerías. Muy pocos saben, también, que en una de las muchas obras de mejora que impulsó Borobia, éste ordenó que se tirara el deteriorado muro que separaba el cementerio civil del resto del camposanto porque, como él defendió cuando no pocos se lo reprocharon, entre ellos alguna autoridad: ”¿Quiénes somos nosotros para poner un muro entre buenos y malos?; eso solo le corresponde a Dios.”

De la magnífica gestión de Borobia al frente del camposanto arriacense cabe recordar el proyecto de construcción de uno nuevo en unos terrenos cercanos al camino viejo de Tórtola, entre los parajes conocidos como La Merced, el Francesillo y el Olivar. Corría el año 1968 cuando el cementerio estaba acercándose a la saturación y no era posible ampliarlo pues el terreno circundante era del Ministerio de la Vivienda y estaba calificado de residencial. Aquel proyecto obligado por las circunstancias, finalmente no se llevó a cabo porque las sucesivas corporaciones presididas por Antonio Lozano Viñés, Agustín de Grandes y Javier Irízar, consiguieron forzar al Ministerio para que, primero vendiera una parcela de 4800 m2 para su ampliación (1978), y, finalmente, cambiara su uso por el de equipamiento (1982), lo que después ya ha posibilitado que no fuera necesario construir uno nuevo en La Marced, ampliándose sucesivamente el recinto del histórico “Castil de judíos”.