Delibes y Félix juntos en Pelegrina


 Miguel Delibes y Félix Rodríguez de la Fuente, dos genios imprescindibles, dos grandes defensores y divulgadores de la Naturaleza que pasearon juntos por Pelegrina. 

Félix, ¿qué hago?”. Le preguntó Miguel Delibes a Rodríguez de la Fuente mientras un lobo, separado de la manada, se acercó a la pierna del escritor y empezó a olisquearle los tobillos, luego las corvas, después las rodillas, “acompañando su quehacer de unos resoplidos inquietantes”. Lo cuenta el autor de “El camino” en sus Obras Completas. El naturalista le gritó, de manera contundente, que se estuviera quieto. Al ver que el animal insistía, y cada vez más apurado, insistió: “Félix, ¿le pego una patada? - ¡Quieto!”, le volvió a ordenar el doctor. “Pero como quiera que el lobo retornaba a husmear mis tobillos con el evidente propósito de resolver de una vez por todas si yo era o no comestible, inquirí con un punto de zozobra en mi voz apenas modulada: “Pero quieto, ¿hasta cuándo?”. Décimas de segundo después, Delibes relata que el animal levantó la cabeza, “miró un instante a Félix, volvió grupas y se lanzó ladera arriba”, por las cárcavas de Pelegrina, “desdeñando el bocado de mi canilla, como si yo nunca hubiese existido”.

La prosa de Delibes cautiva hasta cuando roza la anécdota más insignificante. Miguel Delibes y Félix Rodríguez de la Fuente pasaron juntos unos días en Pelegrina. El escritor acompañó hasta la provincia de Guadalajara a su hijo Miguel que, unos meses atrás, había proporcionado al naturalista una camada de cuatro lobos procedentes de La Cabrera (León). “Félix había montado allí, al aire libre”, cuenta Delibes, “en una garganta umbría, sobre cuyos riscos volaban los buitres, un zoo en miniatura: lobos, águilas, búhos, grajas, halcones, picazas; pero estos animales, lejos de estar amaestrados, mostraban su esquivez en cuanto alguien se acercaba a ellos (…) los animales del doctor conservaban su vena selvática, lo único que ocurría es que Félix tenía sobre ellos una ascendencia, se les imponía (…) era el mamífero dominante, en su presencia se empequeñecían, aceptaban su autoridad, capitulaban”. El autor de “Los santos inocentes” reflexiona sobre la figura de Félix, sobre el magnetismo que despertaba entre los animales y entre los hombres. En el mencionado “recuerdo” escrito en 1983, tres años después de la muerte del naturalista, aseguraba que era capaz de convencer a cualquiera porque tenía fe en su palabra y sabía comunicarla y “es indudable que nadie convence tanto a un auditorio como aquel que se cree lo que está diciendo”.

Siendo adolescente tuve ocasión de comprobar el magnetismo de Félix. Una tarde, en el bar de La Picota de Torija, con las mesas llenas de parroquianos echando la partida y los “pardillos” mirando por encima del hombro por si aprendíamos algo, se abrió la puerta y pudo escucharse un: “¡Buenas tardes!” silenciador. Era una voz conocida por su presencia en la televisión y porque Félix tomaba con frecuencia café en ese bar cuando se acercaba a su finca entre Torija y Fuentes de la Alcarria, el terreno donde hizo volar sus primeros halcones antes de ser famoso y que su mujer le regaló años después con el dinero que ganaron en televisión. Cuando entró, todos dejaron de jugar, giraron la cabeza y le devolvieron el saludo. Se aproximó a las mesas para charlar y recuerdo que me acarició la cabeza con extrema delicadeza. Me estremecí. Hasta que Félix no terminó de hablar, nadie siguió jugando. En ese momento compartí ese magnetismo del que hablaba Delibes y que días después volvería a sentir cuando nos acercábamos a él, mientras vigilaba a los halcones que ahuyentaban las palomas que con sus nidos socavaban las piedras del castillo de Torija.

Mientras volaban los halcones, Félix nos iba contando a los chavales, arremolinados a su alrededor, los prodigios de esos animales milenarios, su velocidad centelleante, su avidez y lo beneficiosos que eran para el hombre ayudándole, no solo en la caza, sino en la limpieza de aeropuertos y campos de fútbol. Ya de noche, íbamos a casa, encendíamos la televisión y volvíamos a escuchar la misma voz hipnotizante. He de decir que nos sentíamos los reyes del universo: “Acabamos de hablar con él, es muy majo y nos ha contado muchas cosas”, les decíamos a nuestros padres y a nuestros hermanos, mientras alzábamos el cuello, mirábamos de soslayo y nos pavoneábamos por haber tocado al mito. Era tal el magnetismo que irradiaba su persona que, como dice Delibes, “afectaba lo mismo a los animales de su pequeño zoo de Pelegrina que a los millares de admiradores que seguían semanalmente sus programas a través de la pantalla del televisor”.

Rodríguez de la Fuente quiso que el castillo de Torija se convirtiese en un museo de cetrería. Un arquitecto elaboró un proyecto bastante completo que andará por ahí. Al final, la iniciativa se quedó en nada. Años después, trabajó con las autoridades para que La Vereda, Matallana y otros espacios naturales próximos de la Sierra Norte, se convirtieran en un gran plató al que trasladar el escenario natural reducido de Pelegrina. Su muerte en 1980, que conmocionó a España, acabó con estos proyectos. Ahora, en este antipático 2020 que termina, se cruzan los aniversarios de Miguel Delibes y Félix Rodríguez de la Fuente, dos genios imprescindibles, dos grandes defensores y divulgadores de la Naturaleza que pasearon juntos por Pelegrina. Sirva esta pequeña anécdota para despedir este año con una leve sonrisa.