Delitos de odio


En la actualidad han proliferado los móviles en diferentes delitos, agravando la conducta cuando existen motivos discriminatorios.

LLevamos mucho tiempo oyendo hablar a tertulianos y políticos de los delitos de odio; con más aptitud para el escándalo ruidoso que para el debate sereno, se arrojan leyes y acusaciones, señalando con el dedo al adversario, reconvertido en enemigo, transfigurando el discurso molesto en el discurso “del odio”, con una banalización del dolor tan perturbadora como peligrosa.

En el código penal están tipificados los delitos de odio desde el año 2015; en este 2021 se han introducido otros supuestos en relación con la denegación de prestaciones por motivos discriminatorios. Además, existe una agravante de motivos racistas o discriminatorios. Pero, ¿en qué consisten estos delitos? 

En primer lugar, el odio es un móvil, como puede serlo la venganza o el ánimo de enriquecerse. El motivo para cometer el delito puede ser relevante en la investigación, como nos cuentan en películas y series, pero rara vez es importante para calificar una conducta, o al menos así lo era para el derecho penal clásico. Por ejemplo, en el asesinato sólo el precio constituía un elemento de cualificación, pero no se trataba de castigar más gravemente el móvil económico, sino la mayor peligrosidad del sicario o de quien le contrata. 

En la actualidad han proliferado los móviles en diferentes delitos, agravando la conducta cuando existen motivos discriminatorios; por ejemplo: no es lo mismo amenazar a un vecino porque me exasperan sus ruidos molestos que amenazarle porque pertenece (o se piensa que pertenece, aunque no sea verdad) a uno de los colectivos que señala el código penal. En estos casos, las amenazas, las injurias, las lesiones… cualquier delito es susceptible de verse agravado por el móvil racista o discriminatorio, que tiene que probarse siempre, no basta con que se suponga. Dicho de otra forma, no basta con que la víctima pertenezca a uno de estos colectivos para suponer que el delito se comete por esta causa, sino que esta pertenencia al colectivo es determinante en la comisión del delito.

Otra cuestión es determinar cuáles son las conductas que constituyen incitaciones directas o indirectas al odio a personas y colectivos, atentando al derecho a la igualdad y, por lo tanto, como la otra cara de la misma moneda, al derecho a la no discriminación, ambos derivados de la dignidad humana. De alguna manera, por su novedad, hablamos de delitos en construcción, porque son los tribunales los que tienen que depurar su aplicación; identifican colectivos, grupos diana, que son objeto del delito por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, cualquier ideología, incluso las rechazadas y rechazables por motivos éticos; y también la religión, cualquier religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad. Y se acabó. No hay equivalencias ni ampliaciones: son todas las que están y están todas las que son. 

Y las conductas delictivas consisten fomentar públicamente el odio o la hostilidad a personas o grupos, o elaborar materiales que lo promuevan, o nieguen, trivialicen o enaltezcan delitos de genocidio o lesa humanidad, cometidos contra un grupo por motivos discriminatorios, o humillen a las personas de ese grupo. Diferentes conductas con un denominador común: no están amparadas por la libertad de expresión, que tiene un enorme margen de maniobra en nuestra democracia, pero que no es ilimitada. 

En estos difusos límites, con una actividad probatoria sobre las intenciones y no sobre elementos objetivos, tangibles o medibles, podemos encontrarnos con unos delitos necesarios pero difíciles de aplicar en la práctica; y podemos encontrarnos también con la tentación de la mordaza, que tanto gusta a algunos gobiernos y siempre pende, como una espada de Damocles, sobre nuestras cabezas. 

Y de la denuncia falsa, hablamos otro día.