El embudo


La ley del embudo toma cuerpo y papel esta semana en el Congreso de los Diputados para interpretar la libertad de prensa, de opinión y de expresión a través del filtro ideológico de quien no quiere responder a preguntas molestas.

Pocos instrumentos más útiles en la cocina y el taller y, por qué no decirlo, en la política. Un cacharro que sirve para evitar que el líquido se derrame cuando pasa de un envase a otro y que, a fuerza de ser invocado por la disparidad de sus orificios, se ha convertido en medida, rasero y ley, para aplicar al adversario y al propio.

La ley del embudo toma cuerpo y papel esta semana en el Congreso de los Diputados para interpretar la libertad de prensa, de opinión y de expresión a través del filtro ideológico de quien no quiere responder a preguntas molestas. De esas que se jalean y fomentan cuando se escupen a los de enfrente, mientras se enarbola el derecho a expresarse libremente, pero sólo si el que las ejecuta proviene de nuestro aprisco, porque si no, el embudo se convierte en arma de destrucción masiva de conciencias y vergüenzas, si las hubiere, para tapar bocas y allanar cerebros.

En esta columna he comentado en varias ocasiones que la grandeza de la democracia y la libertad es que sirven para defender el derecho de opinar de quien más nos disgusta o, incluso, nos repugna. Orwell, genial siempre, decía que “si la libertad significa algo, es el derecho a decir a los demás lo que no quieren oír”. Si levantara la cabeza vería a los descendientes ideológicos de aquéllos junto a los que luchó en la guerra civil española, del POUM y la CNT, reconvertidos en el cerdo Napoleón de su Rebelión en la Granja, y revestidos de la caspa contra la que pretendían luchar, para arrebatar ahora el micrófono a los periodistas y silenciar al que no les agrada. 

Para matar la voz y la palabra primero hay que señalar y etiquetar, y lo de facha se va quedando corto, así que es necesario colgar el estigma de ultraderechista, la estrella amarilla con la que dispensadores del carnet de demócrata esquivan al que les irrita. Si no me gusta la pregunta, no contesto y de paso hago escarnio defensivo contra el plumilla, por ultra. Da igual que el sueldo que engrosa el bolsillo y la cuenta de los rufianes de medio pelo lo pague también la exigua soldada que, en general, reciben nuestros periodistas. Declaramos reservado el monopolio del insulto y la provocación para los que han hecho de la ignorancia su única aportación relevante a los diarios de sesiones, y al resto se le receta el chitón.

Sólo la aplicación de la ley por un juez, y a posteriori, puede determinar si ha habido exceso en el ejercicio de la libertad de expresión si entra en conflicto con otros derechos. Lo contrario es censura de la peor especie.  La ley del embudo.

La libertad de prensa está en peligro cuando sólo se admite el halago o, directamente, la adulación, el concurso cómplice y el arrobamiento amoroso de medios afines o afinados. Afortunadamente, un grupo de periodistas resiste todavía, como los irreductibles galos, al invasor.