El laberinto

05/03/2021 - 11:26 Luis Monje Ciruelo

A propósito del cementerio, yo aconsejaría poner a la entrada un cartel que dijera, por ejemplo, “Se aconseja no entrar en silla de ruedas si no se conoce perfectamente el cementerio.

No, no voy a referirme al laberinto de Creta. Ni al Minotauro ni a Dédalo pese a su relieve mitológico. El tema me lo ha dado la visita al cementerio para depositar un ramo de flores sobre los restos de mi amada esposa y rezar en la sepultura de unos familiares, tarea que se convirtió en poco menos que imposible. Nos llenamos la boca de palabras como accesibilidad, pero que quedan en mero postureo porque, precisamente los que más visitan el cementerio son los mayores y allí las obras de adaptación son nulas.

Al alcalde de turno le llevaría yo en silla de ruedas por la ciudad para que se diera cuenta de las chapuzas de los operarios municipales a la hora de pavimentar calles y paseos. Comenzaría por el Paseo de Las Cruces, en el que algunos creyeron que se habían esmerado los obreros, paseo cuyo nombre tradicional nos gustaba a todos más que el del farmacéutico vasco, Iparraguirre, impulsor del idioma el esperanto, inventado para ser usado en sustitución de todas las lenguas conocidas. Por allí he pasado, y el traqueteo que he sufrido todavía lo siento en mis entrañas. Me hubiese gustado mandarle un vídeo radiográfico con música de Rock & Roll, si ello fuese posible, para que viese bailar mis doloridos huesos en esos momentos; la clínica Sanz Vázquez, la tenía enfrente.

A propósito del cementerio, yo aconsejaría al alcalde poner a la entrada un cartel que dijera, por ejemplo, “Se aconseja no entrar en silla de ruedas si no se conoce perfectamente el cementerio.” Porque y, aunque hemos entrado por la entrada principal de la parte antigua, mi cuidador, que empujaba la silla, ha tenido que rectificar el recorrido más de veinte veces al encontrar siempre grandes escalones, en un laberinto del que volvimos a ser victimas una y otra vez. Al fin tuve que desistir de rezar ante la sepultura, de don José García Hernández, Abogado del Estado, presidente de la Diputación a los 24 años y vicepresidente del Gobierno, del que escribí su necrológica, y cuando falleció sólo le acompañaron media docena de familiares. Por el mismo motivo tampoco pude ir a la tumba de don Francisco Layna Serrano, cronista provincial, gran amigo mío, con cuya esposa compartimos manteles en su casa y en la mía, pues entonces no estaban de moda los restaurantes, ni él era proclive a ellos.