Furia de titanes


Pronto, ojalá, tocará la reconstrucción y ahí será necesaria no sólo la solidaridad generosa y desordenada que nos brota cuando nos ponemos en la piel del que sufre.

Las fuerzas de la naturaleza están más que empeñadas en ponernos a cada uno en nuestro sitio, como los pequeños personajes del gran teatro del mundo, tan próximos al auto sacramental de Calderón como a las luchas de dioses y titanes de la mitología clásica.  Hoy es un volcán, mañana huracanes o lluvias devastadoras, pasado terremotos, virus y hambrunas, pero aquí seguimos, aferrándonos cada vez más fuerte a un control que no tenemos. Yo creo que lo que más nos aterra no es la pérdida en sí misma, sino esa sensación de que hay algo que se escapa a nuestro dominio, porque se juega con otras reglas, que no son las leyes de los hombres, imperfectas y, por eso mismo, eludibles. 

Ese rio de lava que se aproxima lenta e inexorablemente hacia la destrucción de haciendas nos hace recordar lo efímero de nuestro paso por un mundo en el que apenas dejamos una huella y si lo hacemos, no es seguro que sea para bien. Los esfuerzos de los aguerridos bomberos intentando doblegar el cauce de la lava se antojan tan inútiles como los de los héroes de péplum frente a los señores del Olimpo. Los minutos de los telediarios y especiales informativos se alargan hasta la estupidez de los que proponen métodos para extinguir el volcán y cosas por el estilo.  

Mientras, la mayoría estamos ocupados en empatizar con esas personas que disponen de 15 minutos para recoger toda una vida en objetos, los pendientes de la abuela y la ropa de invierno, el colchón y la colcha, que importan tanto como las escrituras de la casa y la póliza del seguro. Porque el segundo plano ha alcanzado la importancia capital, una vez la supervivencia aparece afortunadamente asegurada. No se han perdido vidas y ahora toca recomponerlas, aunque sea sobre los cimientos enterrados bajo veinte metros de coladas volcánicas. 

Y mientras ruge el volcán, lo que se me antoja más difícil es mantener cierta rutina cotidiana, no sólo de los que han perdido todo, o esperan a ver si les toca la pedrea de un desvío repentino, de un recodo salvador, sino de todos los que son testigos involuntarios de la furia del Titán. Me pregunto cuál sería mi estado de ánimo ante una circunstancia semejante. ¿Podría acudir a clase con normalidad y explicar las lecciones con coherencia? ¿Me sentaría delante del ordenador como cada día para escribir las conclusiones de mis investigaciones? ¿Tendría ánimos para dar suelta a este temblor, que no es diario, como el de Ussía, sino quincenal en Nueva Alcarria? Porque uno de los efectos de las fuerzas de la naturaleza desatadas es la reordenación de las cosas; como sucedió en la pandemia, resultó que el Congreso podía cerrar, legal o ilegalmente, pero no el supermercado; que protección civil era más útil que los ministros y que todos preferíamos al personal sanitario a los famosillos de los realities horteras. 

Pronto, ojalá, tocará la reconstrucción y ahí será necesaria no sólo la solidaridad generosa y desordenada que nos brota cuando nos ponemos en la piel del que sufre, sino la adecuada definición del alcance de la declaración de zona catastrófica, que tendrá que llegar, como la respuesta del Consorcio de Compensación de Seguros, y los fondos europeos para la reconstrucción, que tan generosamente se han ofrecido. Habrá que tasar y el dinero no será suficiente ni para compensar la pérdida material ni mucho menos el amor y esfuerzo que queda enterrado a 12 metros bajo la lava, pero permitirá continuar o, al menos, reiniciar la vida desde cero. 

La isla bonita volverá a serlo, por la mano de Dios y de los hombres y el palmero volverá a subir a la palma para decirle a la palmerita que se asome a la ventana, que su amor la solicita… No tardará mucho. Pasará cuando la furia de los Titanes se calme y los hombres volvamos a olvidarnos de que no somos dioses.