Guadalajara y los comuneros en el V Centenario de Villalar


Haremos hoy un esfuerzo sumo de síntesis para en tan limitado desahogo abordar uno de los episodios más singulares y llenos de interés y matices de la historia de Castilla: La llamada guerra de las Comunidades.

Por Jesús Orea

Mil quinientos veintiuno/ y en Abril para más señas/ en Villalar ajustician/ quienes justicia pidieran. / Malditos sean aquellos/ que firmaron la sentencia/ malditos sean aquellos/ los que ajusticiar quisieran/ al que luchó por el pueblo/ y perdió tan justa guerra (…)”. Con estos versos arranca el llamado “Poema de los Comuneros”, escrito por Luis López Álvarez en 1972, y a los que, a buen seguro, bastantes lectores habrán puesto música al leer, la del conocido y veterano grupo folk segoviano, “Nuevo Mester de Juglaría”, que hizo de esta composición poética su “Castilla, canto de Esperanza”, el himno oficioso de Castilla para quienes, en la primavera de los primeros años de la Transición, soñamos con el “re-nacimiento” de una gran comunidad castellana. Aquel sueño castellanista, sabido es, pronto se truncó y la España de las autonomías y del “café para todos” -que está siendo puro para algunos y achicoria para otros- dividió a Castilla en cinco (Castilla y León, Castilla-La Mancha, Madrid, La Rioja y Cantabria).

Con este proemio, cargado de nostalgia, emotividad y no exento de frustración, he querido comenzar este “guardilón” de hoy -más guardilón que nunca por su contenido, ¿verdad, hermano/amigo, Javier Borobia?- que, pese a lo amplio, denso e importante del tema a tratar, por limitaciones de espacio ha de circunscribirse a poco más de un par de folios de extensión. Haremos, pues, un esfuerzo sumo de síntesis, para en tan limitado desahogo abordar uno de los episodios más singulares y llenos de interés y matices de la historia de Castilla: la llamada guerra de las Comunidades o el movimiento comunero, como prefieran, del que el próximo 23 de abril se conmemorará el quinto centenario de su traumático fin en Villalar. Pondremos especial foco en la repercusión en Guadalajara de este movimiento y en la participación activa de los comuneros locales en él. Se prolongó durante casi dos años, entre 1519 y 1521, cuando un gran número de ciudades castellanas, especialmente las 18 con voto en Cortes en aquel momento- Guadalajara entre ellas- se alzaron contra el rey Carlos V, descontentas con él por muchos motivos, pero que podríamos concretar en cuatro: su larga ausencia de la Corte para coronarse emperador de media Europa, los abusivos subsidios- impuestos- por él requeridos a los castellanos para su empresa imperial, el malestar por los nombramientos de extranjeros para cargos de relieve y las exportaciones a Flandes y Génova de mucha- dos tercios de la producción-  y buena lana castellana-, la mejor, quedando aquí la de inferior calidad-, a bajo precio, retornando a Castilla caras manufacturas textiles con altas plusvalías.

 

Arco múdejar de las ruinas de la antigua iglesia de San Gil de Guadalajara, en cuyo atrio solían reunirse los comuneros. Foto:CEFIHGU. Diputación Provincial

Es un debate historiográfico inconcluso determinar si la guerra de las Comunidades fue un movimiento retrógrado, más que avanzado para la época, como es tenido por algunos investigadores, si se trató de  la primera revolución burguesa en la que las clases medias procuraron modificar su estatus -como sostienen, entre otros, Maravall y Joseph Pérez, dos de los principales estudiosos de este movimiento- o, incluso, si pudo dar lugar a la primera gran revolución social y popular, según sostiene el materialismo histórico, acercándola al concepto marxista de la lucha de clases. En todo caso, lo que está contrastado es que estamos ante un movimiento muy singular que no puede ser contemplado desde la verticalidad, ni la tensión entre ellos, de los estamentos sociales de la época, sino desde la transversalidad, pues en él tomaron parte activa y sumaron esfuerzos la baja nobleza, las entonces nacientes clases medias urbanas, gentes del pueblo llano y de la pobreza extrema -entonces había en Castilla 150.000 mendigos- y hasta clérigos, incluso obispos como el zamorano Acuña, un comunero de báculo y espada. También gran parte de la nobleza -los llamados “grandes de Castilla”, que terminaron de decantar la guerra en favor de los intereses realistas-, se mostró un tiempo tibia y consentidora con el movimiento comunero, pues compartía la parte de sus reivindicaciones que le atañía, dejándole hacer no poco, oponiéndose frontalmente a él solo cuando su pasividad pudo ser vista por el rey como traición y, sobre todo, cuando en Valencia y Mallorca surge el movimiento de las germanías, que no se alzó contra el rey, como el comunero, sino contra los privilegios de la nobleza. Este hecho hizo a los “grandes de Castilla” tentarse sus caros ropajes flamencos de lana castellana, por si el movimiento comunero derivaba en el de las hermandades levantinas. Proverbial prueba del juego a dos barajas que la nobleza castellana practicó durante el desarrollo del movimiento comunero, fue la actitud del tercer Duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, quien fue dando una de cal y otra de arena a los comuneros locales: les favoreció cuando nombró procurador por Guadalajara al doctor Francisco de Medina -padre del historiador Medina y Mendoza-, un declarado simpatizante comunero, para representar, en un momento dado, al duque en una reunión de realistas -se dice que en este caso como infiltrado- y, en otro, a los comuneros arriacenses en uno de los encuentros que el movimiento mantuvo en Tordesillas con la cautiva y demente reina Juana, a quien los revoltosos se acercaron e invitaron a que los encabezara para disputar la corona a su hijo. Si el Duque favoreció o, cuando menos, no perjudicó a los comuneros de Guadalajara con esta y otras acciones, como recibirles y atenderles “paternalmente” -Layna dixit- en su propio palacio y dejarles hacer y reunirse -lo hacían con frecuencia en el atrio de la iglesia de San Gil-, no le tembló el pulso cuando mandó ahorcar al carpintero Pedro de Coca. Este, junto con el albañil solador, Diego de Medina, y un albardero apellidado o apodado Gigante, fueron los cabecillas locales de la revuelta comunera cuando ésta, en junio de 1520, tomó el alcázar, depuso al alcaide y los jueces, cerró las puertas de la ciudad y se enfrentó abiertamente al duque. A Hurtado de Mendoza le acusaron de permitir al rey que en las Cortes que empezaron en Santiago y después se trasladaron a La Coruña, dispusiera un gravoso servicio -impuesto- para financiar sus aspiraciones imperiales, debiendo además pecharse por todos los miembros de la unidad familiar y no solo por quienes la encabezaban, como ocurría hasta entonces.

En aquellas Cortes, celebradas en abril de 1520 en las dos ciudades gallegas antes citadas, los dos procuradores de Guadalajara en ellas fueron Luis y Diego de Guzmán, pertenecientes a la notable familia de los guzmanes, uno de cuyos miembros, Diego Beltrán de Guzmán, participaría activamente en la fundación de la Guadalajara de México, apenas una década después, en 1532. Ambos enviados también hicieron un doble juego, como el propio Duque: inicialmente, al abrirse las Cortes en Santiago, se negaron a prestar juramento como gesto inequívoco de apoyo a las comunidades de Salamanca y Toledo que habían pedido la anulación del subsidio que reclamaba el rey y que éste no se ausentara de España, pero, después, ya en La Coruña, se plegaron a los intereses realistas, todo hace indicar que tras haber sido extorsionados por hombres de Carlos V. Aquel ignominioso hecho fue considerado como una traición por los comuneros de Guadalajara y motivo principal para soliviantarse, ir en turba al palacio del Infantado a exigir al Duque la persecución y entrega de ambos felones y después tomar el alcázar, acontecer que concluyó con el ya adelantado ahorcamiento de Pedro de Coca y con la intervención de fuerza de Hurtado de Mendoza contra los comuneros para reponer alcaide y justicias del alcázar y tomar el control de la ciudad. Hasta la derrota comunera en Villalar, diez meses después de aquel episodio, pese al duro golpe dado contra los comuneros tras él, el Duque siguió haciendo doble juego: incluso llegó a desterrar al Conde de Saldaña, su hijo, primero a Alcocer y después a Atanzón, por simpatizar abiertamente con los comuneros, pero pese a ello y a otros gestos y actos contra este movimiento, fue acusado no pocas veces de tibieza y condescendencia con él por Adriano de Utrecht, el futuro Papa Adriano VI, que en ese momento ejercía la regencia de Castilla por ausencia del rey, de quien era su preceptor y persona más influyente.

Vamos concluyendo ya con un hecho que vincula muy directamente a la casa de los Mendoza con uno de los tres cabecillas comuneros, el toledano Juan de Padilla, quien junto con el segoviano -aunque nacido en Atienza-, Juan Bravo, y el salmantino, Francisco Maldonado, fueron ajusticiados en Villalar el 24 de abril de 1521, decapitándose así el movimiento y acabando prácticamente ya con él. Se da la circunstancia de que la mujer de Padilla, la granadina María López de Mendoza y Pacheco, era hija de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla y primer marqués de Mondéjar. María Pacheco o “María la brava”, como ha pasado a la historia, siempre apoyó a su marido y al movimiento comunero con entusiasmo y denuedo, hasta el punto de intentar mantener viva su llama en Toledo tras Villalar. El fuerte carácter de esta dama mendocina y su compromiso comunero, le dieron argumentos a Pedro Mártir de Anglería para decir sarcásticamente de ella que era “marido de su marido”. En febrero de 1522 se extingue definitivamente la llama comunera al verse Pacheco obligada a huir y exiliarse a Portugal, falleciendo en Oporto nueve años después. Finalmente, destacar que en el llamado “perdón real” que Carlos V otorga en 1522 a los comuneros, se excluye a casi 300 personas de él, a quienes les son confiscados todos sus bienes. De Guadalajara, en esa relación, constan tres nombres, los procuradores de la junta comunera local, Diego de Esquibel, el ya nombrado doctor Francisco de Medina, y Juan de Urbina. Hay historiadores que apuntan, caso de Ramón Alba, que hubo un cuarto comunero guadalajareño exceptuado del perdón.Terminamos con otro verso del “Poema de los Comuneros” con el que iniciábamos este artículo; en este caso describe una desoladora situación tras Villalar: “Desde entonces ya Castilla/ no se ha vuelto a levantar,/ en manos de rey bastardo/ o de regente falaz,/ siempre añorando una Junta/ o esperando un capitán”.