Jadraque, el hombre de los cien años

30/06/2020 - 23:12 Tomás Gismera / Historiador

Recordamos el caso del primer centenario conocido en la provincia de Guadalajara.

Cada día que pasa es más habitual leer en los medios de prensa que alguien alcanzó la mítica edad de los cien años de vida. E incluso hay quien afirma, tiempo al tiempo, aunque muchos ni llegaremos ni lo veremos, que se alcanzarán los cien años como media de edad.

Y no son pocos los que han llegado, y la han superado con agilidad y la mente dispuesta. A pesar de que quienes habitualmente aparecían en la prensa, para celebrar su centenario cumpleaños solían ser gentes de la alta sociedad, en pocas ocasiones se fijaba la prensa en los hombrecitos y mujeres de nuestros pueblos.

Hace poco más de cien años, cuando nuestro hombre, Máximo de Mingo se llamaba, cumplió esa mítica edad, los entendidos en los asuntos de la longevidad nos daban cuenta de que la media de vida se situaba en torno a los sesenta años y que, sobre poco más o menos, una de cada mil personas alcanzaba la mítica edad de los cien. Esos míticos cien años de los que tanto se parece mofar el refranero, imaginando que pocos, o ninguno, llegarán a ellos.

Jadraque, el 18 de noviembre de 1814, cuando nació Máximo de Mingo, era una población que dejaba mucho que desear, si hacemos caso a quien pocos años antes nos la describió con pelos y señales, el ilustre agrónomo y botánico don Esteban Boutelou y Soldevilla, quien nos pintó sus caminos y calles como cenagosos e intransitables durante el invierno; sus casas nos las dibujó como pertenecientes a un mundo del todo desconocido en nuestros días, y a sus gentes, dedicadas a la agricultura en su mayoría, conformistas con los frutos que la tierra y sus árboles les daban, pudiendo obtener mayores beneficios con más trabajo y cultura del terreno.

Acababa entonces Jadraque de salir de una devastadora Guerra de Independencia en la que los franceses se cebaron de lo lindo con la población, que en aquel año de 1814 contaba con la nada desdeñable cifra de 1.200 habitantes, en números redondos.

Quizá por ello, por evitar el campo y sus penurias, Máximo de Mingo no se dedicó a trabajar la tierra sino que fue, como su padre, tejedor. Se casó a la avanzada edad, para aquellos tiempos, de 38 años, pues hasta entonces estuvo cuidando de sus progenitores. Cuando ellos fallecieron fue cuando contrajo matrimonio, del que le nacieron siete hijos que, claro está, la mayoría de ellos murieron antes que él, lo mismo que su mujer.

Fue, acaso, el primer centenario conocido en la provincia de Guadalajara, por lo que la noticia, dada al mundo a través de la pluma del periodista Luis Cordavias, saltó a las páginas de la prensa nacional ante la excepcionalidad del caso, corriendo las autoridades locales, como ahora hacen, a prestarse a la felicitación el día de la celebración.

Noticia que recogieron numerosos medios, como los provinciales recogieron que dos años antes, en 1912, falleció a la nada habitual edad de 113 años un vecino de Málaga, Juan Pastrana García, nacido en el lejano año de 1799. Que ya fue un caso, como recogían las crónicas, excepcional.

Residía entonces Máximo de Mingo en el Asilo de las hermanitas de los Ancianos Desamparados, de Guadalajara, a donde llegó en el año de 1910 porque sus hijos, le vivían dos, de avanzada edad, debido  a los achaques de unos y otros, no lo podían atender.

La noticia al periodista se la transmitió Sor Carmen, la superiora de las hermanitas, y al asilo acudió nuestro periodista para entrevistar a quien se dio el título de “El Matusalén de Guadalajara”, que confesó que llegaba a aquella edad por sus buenas costumbres, vida sana, y por no haber fumado nunca. Nada nuevo para los tiempos que nos corren, pues los centenarios de nuestros días, muchos más que los de aquellos tiempos, atribuyen su longevidad a sus propias costumbres, a beber una copita de coñac, quien lo hace; o no hacerlo, quien no lo hace.

Fue tan peculiar el caso, que al conocer el asunto el alcalde de Guadalajara, entonces don Miguel Fluiters Contera, se ofreció no para fotografiarse con el  centenario, sino para ofrecerle, el día de su cumpleaños, un estupendo regalo de aniversario.

Por supuesto, el ayuntamiento de Jadraque, cuando le llegó la noticia, tampoco se quiso quedar atrás, enviando al anciano por mediación de su alcalde, don Manuel Barahona, una gratificación de 10 pesetas, para que lo celebrase a la salud del municipio que lo vio nacer.
   
Centenarios de Guadalajara
No fue el único guadalajareño en llegar a los cien a lo largo del siglo XX. Doña Águeda Romanillos, de Tamajón, los alcanzó el día de Santa Águeda de 1960; doña María Juana Jiménez, de Hueva, los celebró el 7 de febrero de 1965; don Policarpo Riofrío, de Heras de Ayuso, en 1952; el 13 de abril de 1948 los celebró en Guijosa don Hermenegildo Martín; el 19 de enero de 1967 don Jesús Palafox, de Almadrones; el 14 de enero de 1964 los hizo don Hilario Manchón, de El Pozo de Guadalajara; Pilar Martínez, de Cañizar, los cumplió el 12 de octubre de 1859; también Quiteria Jerez, de Valdeavellano, llegó a celebrarlos el 22 de mayo de 1965; y no dudamos de que, además de estos nombres, la lista podría ampliarse con otros tantos más, de los que alcanzaron el centenar de años de existencia, a lo largo del siglo XX del que hacemos memoria.

La mala suerte para algunos de ellos fue que lanzada al viento la noticia de su longevidad, no tardaron en rendir cuentas de la vida. Algunos más las rindieron el mismo día, o las vísperas, como le sucedió en Ledanca a doña Ventura Castillo, a la que todos en el pueblo conocían como “la tía Serafina”,  a quien llevaron a enterrar cuatro días antes de su cumpleaños; a Bernarda Plaza, de Jadraque también, le faltaron cuatro meses para llegar, y a don Cesáreo González lo enterraron en El Recuenco el mismo día que hubiese cumplido los cien. A una de las bisabuelas de quien esto escribe, María de la Fuente, la enterraron en Atienza al día siguiente, puesto que murió el día de su centenario.

Algo que le sucedió también, y que quizá sea el caso más conocido a nivel provincial, a Sor María Felisa de San José de Calasanz, a quien por mediación del poeta José Antonio Ochaíta la provincia, y sus autoridades, se dispusieron a homenajear el mismo día de su cumpleaños, en el monasterio de Valfermoso, al que se trasladaron autoridades, cronistas y prensa en general, a quienes Sor María Felisa recibió con complacencia y acompañó en la misa, oficiada por el obispo de Sigüenza, lo malo fue que en el transcurso de los actos a sor María le entraron los ahogos y falleció, inesperadamente, antes de que se acabase el día.
 

La fiesta de Máximo
Don Máximo de Mingo también fue a misa el día de su cien cumpleaños, como estaba mandado. Para ello se confesó la tarde anterior, y tras el oficio divino recibió los numerosos regalos que le llegaron al asilo, la mayoría, bolsitas de caramelos y algunos bombones. Las diez pesetas del Ayuntamiento de Jadraque le durarían un tiempo; dos pesetas las empleó en una misa por su difunta mujer, y se guardó el resto para mejor ocasión, pues para invitar a todos no le alcanzaba.

Eso sí, ese día las monjitas del asilo lo celebraron con los asilados, y una comida especial: paella de primero y salchichas con pimientos de segundo. La paella la pagó, regalo de cumpleaños, el delegado provincial de Hacienda, don José Perea.

La mala suerte para Máximo de Mingo fue que, al poco de la celebración, falleció, siguiendo esa mala costumbre de nuestros centenarios conocidos. El 7 de febrero de 1915 lo conoció la provincia. Había  muerto dos días antes.

Centenarios que al final del siglo, alcanzaban las dos docenas. La Casa de Guadalajara en Madrid reunió, el 28 de abril de 2001, en el Centro San José de la capital, a la mayoría de ellos en un día que pasó, por sus características,  a la historia de la provincia. Quien esto escribe entró en el Centro del brazo de Dámasa Carrascosa, de Huetos, entonces la abuela de la provincia, con sus casi 107 años de edad. A todos, sus años vividos, se les fueron en un vuelo, porque trabajaron mucho.

Y es que, aunque no nos lo parezca, cien años pueden ser pocos años, o muchos, dependiendo de lo que hagamos en el transcurso de ellos, y de cómo los vivamos.