Jadraque. Recuerdo de Ochaíta.

03/10/2021 - 11:53 Luis Monje Ciruelo

Artículo publicado el 18 de septiembre de 1982 en Nueva Alcarria.

Jadraque no puedo evitar el querido fantasma de José Antonio Ochaíta. Siento su presencia impalpable, la sensación física de su proximidad. Me parece que volveré a encontrarle, no en bronce sobre pedestal de piedra, como ahora lo contemplan en la Plaza Mayor los jadraqueños, sino de carne y hueso –muy poco de ambos como todos le conocimos y admiramos.

He ido a Jadraque con motivo de sus fiestas, y mientras escuchaba al pregonero su exaltación de la villa, me venía al recuerdo las muchas veces que José Antonio Ochaíta cantó el pasado, el presente y el futuro de su pueblo recreándonos con la cascada literaria de su encendido verbo y con su profundo amor a su patria chica. Porque Ochaíta podría ser sexagenario en años cuando murió, pero tenía un corazón tan rojo de entusiasmos como en plena juventud.

José Antonio Ochaíta era amigo predilecto de cuantos le conocían y trataban. Su simpatía y afabilidad, su llaneza de hombre nada pagado de su valer ganaban en seguida a todos. La pedantería no era fruta de su huerto. Su mínimo cuerpo contrastaba con su máximo espíritu. Era un hipersensible, un manojo de nervios bien templados al servicio de un alma exquisita que se derramaba en ofrendas de amistad.

Ochaíta no sabía de envidias ni de despechos y pagaba con sonrisas las espinas que le herían. En José Antonio Ochaíta había un fraile frustrado, un dulce franciscano o domínico cuyo ascetismo sería parejo con su afán evangelizador. Muchas veces pensamos sus amigos, oyéndole, en el gran orador sagrado que en él se había perdido. Su extraordinaria cultura religiosa, diría más bien teológica, su verbo colorista y arrebatador, su fácil elocuencia, la expresividad de sus manos, hubiesen hecho de él un gran misionero.

Misionero era ya, en cierto modo, dentro de su tierra. Su colaboración nunca faltó cuando se trataba de exaltar los valores provinciales. Él fue en multitud de ocasiones piedra angular de actos literarios, de reuniones poéticas alcarreñistas. Su estro estuvo siempre a disposición de todo lo que significara revalorización cultural, histórica o religiosa de la provincia. Y todo ello generosamente, desinteresadamente, sin cicaterías de tiempo ni de esfuerzo, colaborando en su organización casi siempre, sin altiveces ni genialidades de diosecillo casero.

José Antonio Ochaíta se ganó el título de hijo predilecto de Jadraque por propios merecimientos, y por ellos debería haberlo sido también de toda la provincia. Sus mejores afanes, sus constantes desvelos, su cariño más sentido y arraigado tuvieron siempre por centro su pueblo natal. Sus triunfos en Madrid, su dimensión nacional, la gloria de sus éxitos teatrales y poéticos, jamás le hicieron olvidarse, y mucho menos aún renegar, del tranquilo rincón provinciano en el que permanecía más vivo el recuerdo de su madre.

Lo cierto es que el gran poeta jadraqueño, por su figura menuda y cordial, su señorial corrección, su afectividad y llaneza, y quizá por un leve fondo de tristeza que se le adivinaba aunque lo trataba de disimular, despertaba una profunda simpatía en cuantos le trataban. Porque con ser grande su ingenio de poeta lírico, y rica y varia su vena de escritor polifacético, era aún mayor su reconocida condición de hombre bueno. Como siempre sucede, cuando lo perdimos –ha hecho ya nueve años- nos dimos de repente cuenta de la auténtica valía de este insigne alcarreño. Pasó por la vida cantando a una excelsa trinidad de afectos y de sentimientos: Dios, su madre y la Alcarria. Y cantando a los tres le sorprendió la muerte en una noche veraniega de Pastrana como un dramático telón final del recital de sus versos.