La sentencia

05/07/2025 - 11:10 Jesús de Andrés

Indiferentes al fuego que quema las calles, a la ola de calor que dentro de otra de calor nos achicharra, los acontecimientos que afectan al sistema político español se suceden en los últimos días. 

Ingresa en prisión el secretario de organización del PSOE, del que se desvelan sus andanzas. Se sigue filtrando información, que se destilará con cuentagotas, de lo que parece una evidente trama de corrupción, sin presunción alguna. Se añade a ello la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de amnistía, aprobada por seis votos contra cuatro, avalándola al considerar que “responde a un fin legítimo, explícito y razonable” y haciendo hincapié en que “todo lo que no está constitucionalmente vedado queda, en principio, dentro del ámbito de decisión del legislador”, lo que equivale a decir, y no daré más ideas, que, si el Parlamento lo tiene a bien, podemos poner en marcha una ley de esclavitud ya que nada dice en contra de la misma nuestra ley suprema.

La obsesión por conseguir y mantener el puñado de votos necesario para mantener al Gobierno, ha dado lugar a despropósitos que, cuando la perspectiva del tiempo lo permita, se analizarán con ánimo forense o, cuando menos, asombro histórico. Nuestro ordenamiento jurídico ya recoge la figura del indulto, que implica el perdón por parte de uno de los poderes -el ejecutivo- al no cumplirse la sentencia juzgada. Durante décadas ha tenido incluso la forma absurda y anacrónica de indultos a reos comunes coincidiendo con la Semana Santa. La amnistía, por el contrario, supone la anulación del delito, reconocer que la ley era injusta, la modificación del Código Penal para unos elegidos a los que, por arte de birlibirloque, no se les aplica la ley y se les pide perdón. “Tenía usted razón, no era ilegal su acción, así que suprimimos el delito”. Perdonar, indultar, y así se hizo en el caso que nos ocupa, el derivado del proceso catalán, no se contempla, no sea que se ofendan. Al contrario, reconocemos que lo que estaba mal era la ley.

Más allá de ese argumento indiscutible, que una democracia puede perdonar porque su grandeza se lo permite, pero no humillarse, porque desbarata el principio de confianza en el que se basa, la sentencia es inmoral. Se amnistía tras un régimen dictatorial, como se hizo en 1977, por más que se pueda discutir el alcance de aquella ley, pero no puede -no debe- hacerlo una democracia. No merece la pena destruir un sistema por alargar unos meses más un mandato agotado, sobre todo cuando es posible que caiga igualmente, aunque piensen lo contrario quienes han promovido la ley y la sentencia.