
La vida de los pastores
Nos acercamos, hoy, con estas breves pinceladas, a la vida de los pastores tradicionales, que tanto han aportado a nuestro folklore, en esta tierra de agricultores y ganaderos.
Aunque todavía podemos ver rebaños por el campo, resulta cada vez más difícil encontrarse con ellos, especialmente en las tierras de vacío demográfico. La gente no quiere, por lo general, vivir pendiente de los animales, que necesitan un cuidado y atención constantes; un oficio demasiado “esclavo”, que decían ya nuestros abuelos. Las condiciones de vida han mejorado notablemente para la gente del oficio, pero, aún así, sigue siendo un trabajo duro, con sus peligros y servidumbres, que no todo el mundo está dispuesto a soportar, así como así.
Pero hubo un tiempo en que el campo, especialmente el de algunas comarcas más ganaderas, estaba lleno de rebaños, y los pastores y pastoras configuraron con su forma de vida un paisaje que, sin apenas darnos cuenta, va modificándose, otra vez, lentamente. Nuestros antepasados trazaron los caminos y veredas, ramales y galianas, que sus animales acabaron de fijar a golpe de pezuña, en busca de pastos y agua, y de la sal imprescindible para la vida de los rumiantes. Nuestros abuelos levantaron paredes para vallar los prados y construyeron apriscos, casillas y chozones, donde pasar la noche y guarecerse de la nieve, el frío y las tormentas; ahora, la falta de actividad agrícola y ganadera y el paso de los años hacen que los muros vayan desmoronándose o acaben ocultos entre la maleza y los caminos desaparezcan tapados por las jaras y los espinos.
Un abrevadero en la Campiña. Foto: José Antonio Alonso.
Algo similar ha ocurrido con el acervo cultural pastoril. Cada comunidad tiene su cultura, y aquellas generaciones que poblaron las majadas y los prados abiertos, los que cantaban y comían alrededor del caldero, los que se entretenían tallando palillos artesanos y dibujando sirenas en las colodras, a punta de navaja, hace tiempo que colgaron el zurrón de un clavo del portal; de aquellos tiempos, lejanos ya, quedan tan solo la memoria, los nombres de los parajes y de las fuentes en que se refrescaron, los cancioneros y los archivos con sus cantos y bailes, sus obras artesanas que llenan las vitrinas de los museos.
Si hacemos caso de la copla serrana, pocas cosas hubo más sencillas que el vivir cotidiano de los pastores:
La vida de los pastores
es muy larga de contar:
cuando llegan a una fuente,
beben agua y comen pan.
Esta es la imagen que ellos daban de sí mismos, una imagen sencilla, no exenta de un gran sentido del humor y, desde luego, de una gran capacidad de síntesis. A esa imagen podríamos añadir otras muchas que, ya desde fuera, ayudaron a dibujar los trazos de un mundo ideal y bucólico en torno a la vida campesina, en medio de una pretendida “Arcadia feliz”, que dirían los griegos, o del “beatus ille” horaciano, que fomentaron los escritores del Renacimiento. Recordemos a nuestro Fray Luis de León y su “Oda a la vida retirada”: ¡Qué descansada vida/ la del que huye del mundanal ruido/ y sigue la escondida/ senda por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido!
Un pastor. Foto: Jesús del Castillo.
Pero, en ese mundo de literatos y poetas poco podemos encontrar, creo yo, que nos acerque a la vida real de los pastores de antaño.
Una cosa parece clara: siempre tuvieron un sentido arraigado de pertenencia al oficio. Ser pastor o cabrero imprimía carácter -hablo sobre todo de la imagen que me transmitieron mis pastores más cercanos-: mis abuelos, mis padres, la gente de la Sierra de Atienza, donde nací; luego, con el tiempo, mi oficio de cantor y de recopilador de tradiciones me llevó a conocer y a escuchar a los pastores de las otras sierras de Guadalajara, de la zona del Cardoso y Majaelrayo, de Sierra- Molina, del Alto Tajo, pastores también de la Alcarria y de la Campiña agricultora, más de ovejas éstas dos últimas que las comarcas serranas, donde la cabra era la reina de los montes, antiguamente.
Ha sido una suerte compartir tantos ratos escuchando a esta gente. Yo iba con ganas de escuchar y aprender y ellos y ellas estaban deseando encontrarse con alguien que los escuchara. Así es que se juntaron el pan con las ganas de comer. ¡Cuánta sabiduría, cuanta experiencia acumulada, en cada vida, asomándose en la mirada entreabierta de estos paisanos!
Un rebaño de ovejas en la Sierra. Foto: José Antonio Alonso.
Muchos pastores y pastoras me han hablado de su vida en el campo, recordando con la nostalgia del paso de los años, como transcurría su existencia, sus trabajos y afanes. Una de las cosas que más me llamó la atención fue la edad tan temprana con que empezaban a cuidar del ganado: en algunos sitios era habitual que a los siete u ocho años ya se iniciaran en el oficio; en casa me contaban que en los inviernos de nevadas abundantes, los padres llevaban a los pastorcillos y pastorcillas a hombros, por los “bachos”, donde la nieve se acumulaba, hasta los altos donde había menos peligro para que pasaran el día. A partir de los 10 años era normal que los pastores y pastoras se quedaran a dormir con el ganado en el campo.
En muchos sitios cada familia cuidaba de sus rebaños, aunque también hubo fórmulas de cuidado colectivo, que ya hemos ido dejando escritas; pero, a veces, las familias eran tan numerosas que los pastorcillos eran mandados por sus padres a otros pueblos vecinos para cuidar rebaños ajenos y así menguar el número de bocas que la familia tenía que mantener. Muchas veces el jornal no iba más allá de la manutención, un par de albarcas y la manta o anguarina, especie de capote muy usado en la sierra. La comida, a veces, no pasaba del cantero de pan y un par de “torrendos”, agua en abundancia, claro, y vino: ¡ni catarlo! En Atienza se contrataban los pastores por san Pedro y, al cumplir el año, el padre del pastor iba a cobrarlo. En algunas localidades, después de la guerra, se pagaban en torno a las 300 pesetas al año, y eso estaba considerado un buen contrato. La vida de los pastores es muy larga de contar…, como decía la copla…