Las bicicletas, los vencejos y los libros son para el verano


Cuántas veces me jugué darme un buen trastazo por no ir al señor Arco a que me pusiera frenos nuevos a la bicicleta y tratar de frenarla con la suela de mis zapatillas, que no zapatas!.

No solo las bicicletas son para el verano, como el título de la obra del gran Fernando Fernán Gómez, cuyo recuerdo como actor, director, novelista, cineasta y dramaturgo total pervive casi 15 años después de su muerte, especialmente en lugares como Palazuelos donde filmó una de sus mejores películas con cómicos (los últimos de la legua) de por medio, “El viaje a ninguna parte”. 

También los vencejos son para el verano; es más, yo diría que especialmente ellos pues sin vencejos no hay, no puede haber verano, mientras que sin bicicletas, sí. Yo mismo puedo dar fe de ello pues, cuando era niño, veraneaba siempre con mucho gusto en el pueblo de mi madre y de mis abuelos maternos, Taracena, que es por tanto el mío, y yo no tenía bicicleta propia, mientras que la mayoría de mis amigos, sí disponían de ella. Felipín, el hijo del panadero y mi amigo, amiguísimo, casi hermano, de infancia, tenía una BH azul que le habían comprado en la tienda de Taberné del Jardinillo sus padres, el señor Felipe y la señora Isabel, dos grandes trabajadores y estupendas personas que hacían un pan buenísimo, sobre todo el candeal. Ricardito, el hijo de Caoba, el camionero, también tenía una buena bici, y José y Ricardo y Emilín… y, como ya he dicho, muchos de aquellos amigos y compañeros de niñez en el estío de un pueblo que siempre estuvo demasiado cerca de la capital para lo bueno y lo malo.

He afirmado que yo no tenía bicicleta y la mayoría sí; esa es la verdad, pero no toda la verdad. Como a mis padres no les parecía bien comprarme una nueva por las razones que fueran, que por muchas y buenas que supongo serían jamás entendí, tiré de recursos e imaginación y rescaté de la cámara de mis abuelos, donde dormían el cereal entre atrojes y los trastos en desuso, una vieja y pesada bicicleta de mi padre, marca Orbea. Con ella, cuando acabó Magisterio y le destinaron a Centenera, subía todos los días desde Taracena al llano alcarreño de libro donde se ubica este pueblo, vecino de Atanzón y de Aldeanueva de Guadalajara. Se ponía una pinza en los bajos de cada pernera del pantalón para que no se le engancharan a la cadena y le daba al pedal con fruición, sobre todo por la cuesta de Iriépal, aún de macadán. Cuando se hartó de bici –pero sobre todo de hielos, soles y cuesta- y la cambió por una moto Vespa, la Orbea pasó a dormir el sueño de los justos en aquella cámara del caserón de mis abuelos en la que había anotados en las paredes datos de cosechas en fanegas y celemines, cuando aún no regía el sistema métrico decimal. Entre los atrojes, que hace ya tiempo no almacenaban ni trigo ni cebada, los dos cereales que se solían sembrar en Taracena antes de que se diversificara con otros cultivos como girasol y, últimamente, hasta colza y espárragos, entre polvo y telarañas se ordenaban de forma caótica todos los aperos, medidas, trastos viejos, cacharros y achiperres propios de la casa de un labrador: arreos de las mulas, los caballos de verdad antes de que los sustituyeran los de vapor del primer tractor, marca Massey Harris, tiros y mantas de la vieja tartana, celemines, zafras, alcuzas, rejas, vertederas, azadones, azadillas, rastrillos,… Y la vieja bici de papá que, a mí, me solucionó aquel verano y los que le siguieron.

'Bicicleta', grafito de Pedro Martínez Sierra, ganador del Premio Nacional de Dibujo Antonio Rincón, de la Diputación de Guadalajara, en 1982. 

Desde entonces, mis veranos tendrían bicicleta y yo podría ir con ella y con los demás en pelotón hasta el alto de la Soledad, a divisar Guadalajara, o a la Recostera, a ver la vega y adivinar la Huerta del Grama, o a la Fuente Vieja, a coger renacuajos, guardarlos en un frasco y asistir en primera fila a ese espectacular proceso que acaba transformando en una rana lo que inicialmente parece un pequeño cometa de agua. Pero antes de poder pedalear y hacer todo eso y mucho más, tenía que adaptar a mi medida la vieja y pesada bicicleta con la que mi padre subía en su día cada jornada a Centenera a desbastar párvulos. Lo primero que tuve que hacer fue bajar el sillín a tope y, aun así, los pies casi no me llegaban a los pedales, algo que solucioné apenas sentándome en él y cargando cada pedaleo en un lado, como retorciéndome, como se lo había visto hacer cuando subía un puerto a Domingo Perurena, mi ciclista favorito de entonces, que era del equipo Kas, la marca de refrescos, el “Movistar” del ciclismo español de finales de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado. Bajado el sillín, tuve que cambiar las ruedas, pues tanto cámaras como cubiertas, habían pagado mucho peaje de desgaste en el guardillón. Para ello, no me quedó más remedio que traer la bici a Guadalajara, a Casa Arco, la tienda especializada en bicicletas que había –y creo que sigue habiendo- en la calle Cronista Juan Catalina, en el costado del entonces único instituto de la capital,  y que regentaba un cántabro cuya familia había venido a Guadalajara a trabajar a la Hispano Suiza. El señor Arco era un mecánico excepcional y capaz de convertir un amasijo de hierros oxidados en una bicicleta casi nueva. Mi padre, penando la penitencia por no haber comprado una nueva como era mi vehemente deseo por no ser menos que otros, además de poner cámaras y cubiertas nuevas a las ruedas, le dio orden de que cambiara también los frenos y revisara pedales y cadena. Mi insistencia, y el curso completo recién aprobado en los Salesianos con un buen expediente, terminaron por doblegar la voluntad de mi progenitor que, finalmente, también accedió a que a la bici le pusieran un manillar de carreras y un bidón de agua con su soporte correspondiente. Eso molaba muchísimo. Con aquel tuneo intensivo del señor Arco a la vieja bici de mi padre, ésta se había convertido ya en mi bici nueva, aunque yo siempre hubiera preferido una nueva de verdad como la que tenía Felipín. Ya no tenía excusa para no tener verano: tenía mi bicicleta y además de carreras, uno de los pocos que podían presumir de ello porque, bien es verdad, que en la infancia, en los veranos y, sobre todo, en las bicicletas, hay mucho de presunción, de a ver quién la tiene más nueva y mejor. Debe ser un punto iniciático como el de ver quien llega más lejos y más alto con el pis, algo que entonces te crees que ya va a ser para toda la vida pero que los años y la próstata se encargan de chafar. En ese y en los veranos que le siguieron llegué a dominar mi “Orbea” de carreras con tal solvencia que hasta cuando me quedaba sin frenos, seguía trajinando con ella porque había copiado de los mayores un sistema infalible de frenada con el pie, o casi, que consistía en que la suela de la zapatilla hiciera de zapata rozando con la rueda trasera. Al igual que el hambre agudiza el ingenio, cuando chico eres una máquina de emulación total y copias y adoptas como propio todo lo que ves hacer a los mayores, sobre todo si crees que con ello dejas de ser un poco más pequeño. ¡Cuántas veces me jugué darme un buen trastazo por no ir al señor Arco a que me pusiera frenos nuevos a la bicicleta y tratar de frenarla con la suela de mis zapatillas, que no zapatas! Aquellos veranos de mi añorada infancia en Taracena no solo tuvieron bicicleta, aunque no fuera nueva. También tuvieron, y si no, no lo serían, vencejos. Aquellos pájaros chillones que hacían sus nidos debajo de las tejas o en agujeros de las fachadas y que a primera hora de la mañana y a última de la tarde, buscando la fresca y huyendo del sol, volaban eléctricos de un lado a otro, cambiando continuamente de dirección como si les hubiera dado un aire de locura. 

Los vencejos también son para el verano; de hecho, son el verano mismo o su alegoría alada y plumada. “Los vencejos”, además, es el título de la última novela del exitoso autor de “Patria”, Fernando Aramburu, que recomiendo a los lectores del “Guardilón” en este tiempo del “ferragosto” porque hay mucha y buena literatura en ella. Los vencejos acompañan permanentemente el relato cronográfico, con continuos saltos temporales, en que se articula esta obra; ellos son, con su vuelo, quienes dibujan la esperanza en un mundo complejo y doliente y del que sus dos protagonistas han decidido bajarse. “¿Vencejos? Ni uno. Siento rachas de fea, de viscosa soledad cuando no diviso sus siluetas allá arriba, recortadas contra el fondo azul o gris” (Fernando Aramburu). Los vencejos no se pueden comprar en Casa Arco. Y sin vencejos, no hay verano, aunque pueda haberlo sin bicicletas.