Las ferias del año de 'los últimos de Filipinas'
Vamos a procurar conocer hoy cómo fueron las ferias de 1898, el año en que se terminó de poner el sol en el imperio español tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar.
Tengo por costumbre dedicar los guardilones de septiembre de cada año a tratar sobre aspectos retrospectivos referidos a las ferias de la capital pues es este el mes en el que vienen celebrándose desde 1963, si bien tradicionalmente tenían lugar avanzado ya octubre, en torno a la festividad de San Lucas. Como es sabido, este año no va a haber ni ferias ni fiestas al haberse suspendido por causa del coronavirus; curiosamente, en 1918, también fueron suspendidas las ferias, en aquella ocasión por el inicio de la eclosión de la epidemia que fue conocida como “gripe española”. Otra forma de “gripe”, aún más mortal, fratricida y muy española, la Guerra Civil de 1936, provocó la lógica suspensión de las ferias de Guadalajara durante los tres años de su transcurso. Epidemia/pandemia, guerra y muerte parecen ir de la mano y, de hecho, van.
Mientras tratamos de superar la que nos ha caído encima con el dichoso Covid-19, preocupados, desconcertados, descompuestos y sin ferias, vamos a procurar conocer hoy, aunque sea de forma somera, cómo fueron las ferias de 1898, el año en que se terminó de poner el sol en el imperio español tras la pérdida de las últimas colonias de ultramar: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. El último rayo de aquel decadente sol imperial que entonces ya calentaba menos que el pábilo de una vela, se puso en Baler, el pueblo filipino en cuya iglesia se resistieron heroicamente a deponer las armas “los últimos de Filipinas”, como fueron conocidos los sesenta españoles que estuvieron sitiados durante casi un año creyendo que aquellas lejanas islas orientales seguían siendo españolas, cuando ya lo eran de Estados Unidos. Se da el hecho de que, entre ese puñado de españoles heroicos que resistieron el largo asedio de un nutrido grupo de insurrectos filipinos, se encontraban dos guadalajareños: el soldado, natural de Alcoroches, Timoteo López Lario, y el fraile franciscano, natural de Pastrana, Juan Bautista López Guillén. Ambos sobrevivieron al sitio y regresaron después a sus lugares de origen; el primero, retornando a su oficio de campesino y teniendo una vida longeva, y, el segundo, falleciendo en 1922 en su localidad natal, a la edad de 51 años, tras permanecer algún tiempo como misionero, precisamente, en Filipinas. La vinculación de Guadalajara con esta gesta no concluye con la presencia entre quienes la protagonizaron de dos naturales de la provincia. Cabe destacar que la fuente documental en la que se basaron para elaborar los guiones de las dos conocidas películas españolas que, en 1945 y 2016, respectivamente, tuvieron el idéntico título de “Los últimos de Filipinas”, fue un libro escrito en 1904 por el teniente Saturnino Martín Cerezo, comandante en jefe de los sitiados tras el fallecimiento del capitán Las Morenas, titulado “El sitio de Baler”, cuya primera edición se imprimió en Guadalajara, concretamente en los Talleres Tipográficos del Colegio de Huérfanos de la Guerra. Este centro de acogida y formación tenía su sede en el Palacio del Infantado y fue inaugurado, precisamente, en 1898 por la reina regente María Cristina -aunque las obras las inició su esposo, Alfonso XII, en 1879- para acoger en él a los numerosos huérfanos de militares que habían dejado las cruentas guerras de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. De hecho, fueron tantos los menores que se vio obligado a acoger este hospicio militar que se separó en dos inmuebles: las chicas se quedaron en el palacio mientras que los chicos fueron trasladados al acuartelamiento de San Carlos, en el histórico recinto del alcázar medieval arriacense.
Hecho este conveniente inciso, vamos ya con aquellas ferias de 1898, el año en que terminó de caer el entonces muy decaído imperio español y que, al tiempo, dio nombre a una extraordinaria generación de literatos, conformada por nombres de la talla de Pío Baroja, Azorín o Unamuno, entre otros.
Las ferias de Guadalajara de 1898 -en realidad, en aquel tiempo, se apelaba a ellas en singular, como “feria”, por la tradicional de ganado que entonces y desde tiempos de Alfonso X tenía lugar en la ciudad en torno a la festividad de San Lucas-, transcurrieron con bastante pena y poca gloria pues llovió muchísimo y, bien es sabido, que el mal tiempo es el peor enemigo de, incluso, el mejor de los programas festivos. Que no era el caso tampoco, pues además de la “resaca” y el pesimismo nacional que acarreó el doliente 98, las arcas del consistorio local no andaban para mucha fiesta y las actividades programadas no pasaron de la grisura, contenían escasas novedades y muy poco espectáculo. La gran cantidad de lluvia caída en el transcurso de aquellas ferias avivó un viejo debate que no se resolvió hasta la década de los años sesenta del siglo XX: el traslado de las ferias de octubre a septiembre, para buscar con ello un tiempo más bonancible y acercarlas a la fecha de celebración de la festividad de la patrona, la Virgen de la Antigua. Recordemos que este patronazgo vivía entonces un momento de especial intensidad pues se había adoptado en 1883, apenas quince años antes de aquellas ferias noventayochistas.
Las ferias ante finiseculares del XIX, tuvieron lugar del 14 al 17 de octubre, concentrándose en cuatro días que era lo habitual en ese tiempo. Además de algún gallardete y alguna bandera colocadas en la plaza Mayor, el único ornato festivo que trató de enlucirlas fue la iluminación de la fachada de las casas consistoriales, algo que, a pesar de su sencillez y falta de potencia, por aquel entonces llamaba mucho la atención pues no olvidemos que el alumbrado eléctrico había llegado a la ciudad apenas un año antes, en febrero de 1897. El inicio festivo lo anunció una banda de música con un pasacalle, acompañada de morteros y cohetes. El día 16, por la tarde, en el Paseo de las Cruces, hubo una segunda actividad pirotécnica, quemándose una colección de fuegos artificiales, a cargo del polvorista Juan Frías.
Los eventos musicales solían ser uno de los platos fuertes del programa festivo, especialmente los que venían complementados por bailes. Los había de dos tipos: de sociedad -reservados para los socios del Casino, “La Peña” y el “Ateneo Obrero”-, y los públicos, que tenían lugar en la plaza Mayor. Los bailes de sociedad del Casino -en la foto que acompaña este texto, datada en el mismo año de 1898, se ve el jardín en el que se celebraban cuando eran al aire libre- de aquellas ferias, fueron muy concurridos y despertaron una gran expectación porque con motivo de su celebración se inauguró la iluminación eléctrica de esta sociedad, la más elitista de las tres que hemos citado. También en el Casino, el día 16, se programó un concierto musical que corrió a cargo de la llamada “Orquesta de Bretón”.
Los toros, que junto a las actividades musicales acostumbraban a ser el otro plato fuerte de los programas festivos de la época, tuvieron que suspenderse por causa del mal tiempo. Estaban anunciados dos festejos: en el primero iba a tomar parte uno de los diestros de mayor fama de la época, Emilio Torres “Bombita”, junto con Fuentes, y en la segunda, el torero de tirón era un tal Murcia, que no ha pasado precisamente a los anales taurinos por tener una carrera triunfadora.
Las actividades culturales de las ferias de 1898 se limitaron a la programación del Teatro Principal, de titularidad municipal y que estaba situado en el solar que actualmente ocupa el edificio conocido como “Banco de España”, en cuyas dependencias radica el Catastro desde que se cerrara la sucursal en Guadalajara del banco central español. Los espectáculos, de pago, no despertaron especial interés entre los arriacenses y había más “gorrones” que “paganos” en las butacas, según denunciaron los periódicos de la época.
Para el público infantil, el programa ferial apenas tenía hueco. Incluso las cucañas que figuraban en él las solían protagonizar adultos, mientras a los más pequeños no les quedaba otra que hacer de mirones. Eso sí, se aprovechó la cita festiva para incluir entre su programación dos actividades dirigidas a menores, pese a no tener carácter recreativo: la entrega de premios en el ayuntamiento para los niños más sobresalientes de las escuelas públicas en el curso anterior, y la dación de socorros benéficos -dinero, alimentos y ropa- para las familias más desfavorecidas de la ciudad, beneficiándose especialmente a aquellas que, además de acreditar una pobreza de solemnidad, tenían más menores a su cargo.
Pese a que el programa ferial de 1898 lo boicoteó el mal tiempo, que restó bastante asistencia de forasteros a la ciudad, los timadores y ladrones de calle que tanto proliferaban entonces -ahora los que abundan son de guante y cuello blancos-, trataron de nuevo de hacer su agosto en octubre. El parte de sucesos de ese año tiene datados unos cuantos timos y otros tantos robos, destacando el reloj que le quitaron a un recaudador de contribuciones y la cartera que le birlaron a un vecino de Sigüenza.