Memoria de La Yunta
Reseña del libro escrito por José Antonio Floría Martínez, nacido en la propia localidad.
"Hablo mucho de mí, porque soy el hombre que tengo más cerca”. Bajo el pórtico de estas palabras de Miguel de Unamuno, José Antonio Floría Martínez, nacido en La Yunta en 1958, presentóo en la Biblioteca Municipal de Guadalajara su inaugural libro titulado Así en la tierra como en el suelo. Un volumen de casi trescientas páginas, escrito en pulcra y emotiva prosa, en donde el autor desgrana con jovialidad y destreza, a lo largo de una centena de breves relatos, las originales anécdotas y sucedidos de su infancia y primera juventud. Una atrayente narración que compone la memoria y presencia de la villa de La Yunta, antigua pertenencia de la orden militar y hospitalaria de san Juan de Jerusalén,recóndito y apacible lugar de frontera que hermana y conjuga aires castellanos y aragoneses.
El grato narrar de Floría Martínez, moteado de humorísticos rasgos, entrega a sus lectores una sugerente gavilla de antiguas usanzas y rutinas, muchas de ellas ya desaparecidas, que constituyen el legendario patrimonio de las gentes yuntanas, eternamente atareadas en el esforzadolaboreo de labrantíos y terruños: los afanosos quehaceres agrícolas, la recogida de la cosecha, las labores de la vendimia cuando los primeros fríos de noviembre o el ancestral rito de la matanza del cerdo, el lúdico festejar de los Carnavales, la obligada austeridadde la Semana Santa, las fiestas de la Cruz de Mayo y el sonar popular de bandurrias y guitarras. Sin olvidar a los tunantes titiriteros o el viejo afilador de navajas y cuchillos montado sobre su añosa bicicleta, las largas veladas familiares alrededor de fogones y braseros y el disfrutar del sabor del mostillo, un dulce preparado con aguamiel, harina, nueces troceadas y cáscaras de naranja y canela. Un polifónico retrato del ser y del sentir de un histórico caserío.
En uno de sus relatos, denominado El saber no ocupa lugar, Floría Martínez revive y repasa las felices jornadas de su recién estrenada escolaridad. Leamos despacio: “Al día siguiente de cumplir los cuatro años llegué a la escuela de párvulos, muy arrochante (presumido) y contento, con una cartera de tela, parecida al morral de un pastor, cosida por mi madre aprovechando alguna pieza de ropa vieja, dentro de la cual llevaba un cuaderno y un lapicero. Recuerdo haber estado jugando en las eras, al salir de clase, y volver a casa sin la cartera ni su contenido que se perdieron para siempre. A partir de entonces, mi madre, previsora ella, determinó que no era imprescindible a mi edad la cartera y en lo tocante a los lapiceros y cuadernos decidió cortarlos por la mitad, de forma que, en caso de extravío, el quebranto económico se reducía. Los cuadernos, de tamaño folio, quedaban convertidos en dos de tamaño cuartilla”.
Pese a la ahorradora prudencia de su madre, los útiles de escribir se hacían escasos: “De todos modos –recuerda el autor– los lapiceros menguaban a gran velocidad, pero no porque fuese dado a escribir o dibujar, sino porque había en la escuela de párvulos una máquina de sacar punta que me fascinaba y a los críos nos gustaba darle a la manivela mientras veíamos caer la viruta del lápiz. Cada día rompíamos intencionadamente la punta de nuestros lapiceros y formábamos cola delante de la máquina, hasta que la maestra se cansó de tanto accidente simulado y, a partir de entonces, cuando alguien precisaba sacarle punta al lápiz tenía que pedirlo desde la mesa, sin levantarse, siendo la señorita quien raspaba el lapicero despuntado”.
Las altas comarcas de La Yunta, asentadas en la Sexma del Campo del señorío de Molina, suavemente ceñidas de extensos cultivos de cereal, están surcadas por ramblas y arroyos, de carácter discontinuo, que forman la cabecera y el cañón del río Piedra.Los protagonistas del singular entorno son los pozos llamados Verdes, que deben su nombre al intenso color verdoso de sus aguas, bella manifestación cromática de las algas que visten sus superficies. Asimismo, hacia el noroeste, a unos cuatro kilómetros del pueblo, el mojón de la Isabelana dibuja el encuentro de tres territorios provinciales: Guadalajara, Teruel y Zaragoza.
Al rememorar sus tiempos jóvenes, José Antonio Floría se recrea al contar las entretenidas excursiones discurridas por estos pintorescos predios: “Con el tractor y el remolque se estableció la sana costumbre de ir, una vez finalizados los trabajos de recolección de los cereales, a pasar un día entero en los Pozos Verdes. Un hermoso paraje que poca gente sabe apreciar en su valor paisajístico y en el que la abundancia de agua y árboles dibuja un cuadro sorprendente, a modo de un pequeño oasis en medio de un reseco paisaje de paramera. Con el padre al volante del tractor, ese día nos desplazábamos en el remolque, además de mi madre con toda su prole, buena parte de los tíos y primos de las dos familias, un grupo numeroso y bienaunido. Para que el viaje no resultase tan pesado con el traqueteo y los saltos del remolque, a lo largo de un camino en el que menudeaban los baches y las piedras, los mayores iban sentados en sillas bajas de anea, mientras los motriles prescindíamos de cualquier asiento y no parábamos de movernos en todo el trayecto”.
El escritor desvela enigmas y celajes: “Desde el fondo de un barranco contemplábamos extasiados el equilibrio aparentemente inestable de la majestuosa Piedra de la Gitana, así llamada porque se decía que sobre ella había bailado una mujer, aunque sin ponerse de acuerdo si se trataba de una gitana o de una pastora de un pueblo de los alrededores… Pero la atracción más fascinante son los Pozos Verdes, sobre todo el más grande de los dos, rodeado de un halo de misterio, en el que teníamos prohibido bañarnos porque circulaba la leyenda de que al entrar en él se formaba un remolino que engullía a personas y animales y cuyo fondo comunicaba con el mar… Quizás por ello, abundaban las truculentas historias sobre personas, a las que nadie ponía nombres, que al sumergirse en el pozo ya nunca más salieron a la superficie, ni vivas ni muertas”.
Ante tan solemnes advertencias, “el mejor entretenimiento para pequeños y grandes, era coger a mano cangrejos en el río Piedra, que en aquella latitud es tan solo un estrecho riachuelo de aguas superficiales y transparentes que discurre a lo largo de todo el barranco. Era tal la abundancia de tan famoso crustáceo que, cuando entrábamos descalzos se nos enganchaban con sus pinzas a los dedos, lo que impresionaba un poco, no porque hicieran daño, sino cosquillas, provocando de continuo nuestros gritos y risas. Una parte de la abundante captura de aquellos exquisitos cangrejos de río, hoy extinguidos, iban directos a la sartén en la que ese día se preparaba una gran paella campestre para la comida del mediodía. Los restantes crustáceos se repartían equitativamente para cada una de las familias, repitiendo de ese modo menú en todas las casas uno o dos días más”.
Pretéritos recuerdos y confidencias de la villa de La Yunta, en los cuales parecen latir los compases de una antigua copla: “No somos aragoneses, ni tampoco castellanos; vivimos entre mojones y nos dicen los rayanos”.