Molina de Aragón, país independiente


Manrique Pérez de Lara tomó su posesión efectiva e hizo una propuesta a los dos Alfonsos, reyes de Castilla y Aragón. 

La comarca de Molina tiene algo que le hace diferente, y eso tiene mucho que ver, entre otras cosas, con su peculiar historia. Donde otros tienen que inventarse o exagerar su origen, en Molina tienen historia para dar y tomar, como vamos a ver a continuación. Pero, antes de que se asuste el lector, permítame decirle que el título de este artículo, aunque cierto, se refiere a algo que sucedió en los siglos medievales, y no a una reivindicación política actual. Afortunadamente la fiebre de inventarse nuevos países no ha llegado a nuestras tierras.

Efectivamente, la historia que vamos a contar se remonta a un pasado ya lejano. En concreto al siglo XII, cuando las cosas eran muy diferentes a la actualidad. En aquel momento, la península ibérica se encontraba dividida entre musulmanes y cristianos, y los primeros, liderados por los temibles almorávides del Magreb, estaban en guerra abierta contra castellanos y aragoneses. Los norteafricanos habían emprendido a finales del siglo anterior un ataque total contra Castilla, que los llevó a conquistar casi toda la meseta sur. Solo resistían en manos cristianas algunos enclaves amurallados, como Toledo, Atienza o Guadalajara, pero se perdieron otras ciudades como Alcalá de Henares o Sigüenza. La actual provincia de Guadalajara era, en aquel momento, un enorme frente de guerra entre unos y otros, que provocó la devastación de aldeas y cultivos.

Vistas del castillo de Molina.

Sin embargo, a partir de la segunda década del siglo XII las cosas comenzaron a cambiar. El poder militar de los almorávides empezó a dar muestras de debilidad, y castellanos y aragoneses pudieron pasar a la ofensiva. El objetivo: expulsar a los norteafricanos al sur del Tajo, y recuperar el control de todo este sector de la frontera, para así aliviar la presión militar sobre Toledo. Pero esta ofensiva cristiana no fue, precisamente, coordinada: Castilla y Aragón eran rivales que ansiaban quedarse con estas tierras, y ambos emprendieron una auténtica carrera para ser los primeros en desplazar de nuestra actual provincia a los musulmanes. En esta competición, la reina Urraca I de Castilla y de León y su hijo, el futuro Alfonso VII, consiguieron restaurar la sede episcopal de Sigüenza, reclamando así para Castilla toda esa zona, mientras que Alfonso el Batallador, rey de Aragón, pudo conquistar Molina y su comarca. Los cristianos, aunque compartían religión y enemigo común, no eran precisamente amigos en este momento.

Pero los recursos aragoneses eran muy escasos, y su rey no tenía gente suficiente para repoblar la comarca molinesa, lo cual era lo mismo que no poder incorporarla a su reino. Castilla, sin embargo, aunque no estaba sobrada tampoco de gente, pudo mandar algunos contingentes de campesinos para ocupar ese espacio. La disputa estaba servida, pues ¿a quién le correspondía Molina? ¿a los conquistadores aragoneses, o a los pobladores castellanos? No era momento para pelear entre ellos con el enemigo todavía a las puertas, y ambos monarcas lo sabían, pero Molina era un caramelo al que ninguno quería renunciar ¿qué hacer, entonces?

Es en ese momento cuando surge la figura de Manrique Pérez de Lara, uno de los grandes nobles castellanos de la época, que mantenía además una estrecha amistad con el rey aragonés. Manrique había tenido un papel muy importante en la guerra contra los almorávides, y controlaba, entre otras villas, la recién conquistada Medinaceli. En un magistral golpe de mano, el conde aprovechó que Molina había quedado en tierra de nadie para mandar allí a unos cuantos vasallos suyos y tomar posesión efectiva del lugar. A partir de ahí, hizo su propuesta a ambos monarcas: si no vais a poneros de acuerdo, ya me quedo yo con Molina, y os aseguro que seré neutral.

La propuesta debió convencer a los dos Alfonsos. Para el castellano, tener un señorío independiente, pero en manos de uno de sus mejores vasallos, era algo razonable. Para el aragonés, la solución propuesta por el noble era un mal menor porque siempre era preferible un territorio supuestamente neutral que en manos de su rival. Si además se sumaba al acuerdo la devolución de Calatayud y Daroca, en manos del castellano en ese momento, lo consideraría aceptable. Así las cosas, y gracias a Manrique, en la concordia de Carrión de 1137, Castilla y Aragón reconocían la existencia de un territorio independiente con capital en Molina, en manos de los Lara. Un nuevo país, a todos los efectos, con la particularidad de que su señor era a su vez vasallo del rey vecino.

Puenteviejo.

El conde Manrique, asegurado el reconocimiento de tan extenso señorío, procedió a organizarlo territorialmente y, sobre todo, a atraer pobladores suficientes para poder explotarlo económicamente y defenderlo. Para lograrlo, concedió un fuero a la localidad y sus aldeas que otorgaba interesantes privilegios a sus habitantes. Por ejemplo, los molineses podían elegir a su señor, siempre que fuera alguien de la familia Lara, lo que permitía, al menos en teoría, una limitada democracia. También daba la plena propiedad de la tierra a aquellos que la trabajaran, dejando para el señor solo el dominio jurisdiccional. Es decir, la potestad de juzgar delitos, cobrar impuestos y organizar a las mesnadas. Dicho de otra manera, cualquier campesino sin tierra en Castilla podía conseguir en Molina lo que se le negaba en su lugar de origen. Un incentivo, sin duda, para emigrar a aquellas tierras de frontera.

A finales del siglo XIV el señorío fue heredado por María de Molina, una mujer con una capacidad política sin igual en la época, que se casó con el rey Sancho IV. Desde ese momento el territorio molinés cayó bajo control de la Corona, perdiendo su autonomía, pero no su carácter especial: todos los reyes, después de llegar al trono, debían jurar los fueros de Molina para poder ser proclamados señores del lugar. Es más, durante varios siglos, los reyes castellanos siguieron llevando el título de “señores de Molina”, junto al de reyes de Castilla, de León o de Galicia. Una singularidad histórica única, que sigue vigente a través del actual Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha, al ser el único territorio histórico de la región citado en él de forma expresa.