Opio

05/05/2017 - 14:32 Javier Sanz

El césar del tercer milenio ya no mueve el pulgar arriba o abajo. No se deja ver mucho, se reserva para controlar los sorteos.

Las bolas del sorteo no estaban  calientes: los planetas se habían alineado y en la capital era festivo. Habían sacrificado media docena de toros quinquis en un redondel media hora antes de la cita: dos tribus se disputarían el cáliz de las nueve menos cuarto, la hora sacra de Europa. Acompañaban las huestes a sus gladiadores por la vía Augusta de la ciudad, hasta el circo de las paredes de plata en cuyo palco se privatizan el agua o la sanidad. Antorchas de humo del color de su espíritu, cánticos y consignas que se apretaban en un “hasta la muerte” ronco de furriel de El Aaiún. Tatuajes en los bíceps con el escudo tribal, anillos y medallas de lo mismo, estolas de lana al cuello con breves leyendas y fechas gloriosas, bandas de un trazo en los pómulos y 120 de diastólica. En la victoria de la tribu estaba la suya, pero más aún lo estaba en la derrota de la otra, de la protegida por el dios pagano de las aguas, enemigo de la diosa de la madre Tierra tirada por dos leones con paso de oca.
    El césar del tercer milenio ya no mueve el pulgar arriba o abajo. No se deja ver mucho, se reserva para controlar los sorteos acariciando un gato capón dormido en la bragueta, tras las cortinas, una copia de don Vito. Mueve las bolas un mago y los poetas hablan del destino, tiran de hemeroteca las redacciones y someten la estadística a los posos del café de las brujas. En los talleres del globo ya se tejen los uniformes del pueblo, se cambian cada año para forrar las guaridas de los parias del paseo de las Acacias o de General Perón; Toro Sentado se ha hecho con la manta de las señales de humo y enseña cada nube a precio de salario mínimo; todo es oficial, desde el edredón hasta las pantuflas que en vales de posguerra va suministrando la oficial biblia en fascículos diarios.
    No hay otra comunión como el sudor del alarido tras caer en la red una bola de cuero forrada de plástico, empujada por una pata de palo con remaches de oro, como la garrota de un patriarca. Es el opio del pueblo en la era del genoma. Antes que cuadrar las piezas de la propia familia mueven once fichas en un tablero de ajedrez y se pasan claves de Napoleón por el móvil: 4-4-2 o 4-3-3, según. Ignoran dónde nació Picasso, pero no así la parentela del rey de su equipo, al que pagan un carro de fuego de ocho velocidades que le dura una décima de lo que al común un gama media familiar. Y aprovechan el marco de la boda para fijar la foto del ídolo, calidad selfi, el día que se cruzaron en las urgencias del Clínico, donde todo humano se iguala cuando tiene que aliviar un cólico de madrugada.