Prevaricaciones


Esta semana, como tantas, ha sido pródiga en prevaricaciones, en mercados y aeropuertos, en micrófonos y tweets, en juzgados y aulas.

La prevaricación pertenece a ese selecto grupo de delitos que nunca daba tiempo a estudiar, porque siempre son los delitos contra las personas, la propiedad, la salud pública o la seguridad vial los que se llevan la “pool position”. Pero llevamos un tiempo en que prevaricaciones, malversaciones y otras hierbas se cuelan con tozudez en las preguntas y en las disertaciones no sólo académicas.

Esta semana, como tantas, ha sido pródiga en prevaricaciones, en mercados y aeropuertos, en micrófonos y tweets, en juzgados y aulas. Y la prevaricación es lo que es, no lo que todos creemos que es. 

Hay prevaricaciones administrativas y judiciales y prevaricaciones impropias; pero la administrativa es la más mediática porque es la afecta a los políticos. A lo largo de los años doctrina y jurisprudencia han ido desbrozando los elementos que la integran. Y cuando decimos eso de   ”dictar a sabiendas una resolución injusta”,  se nos olvida generalmente que la ley penal también exige la arbitrariedad de la resolución. No basta con que la actuación sea contraria a derecho.

Lo que convierte una resolución en una prevaricación es la grosera ausencia de procedimiento, la burla a la ley, la carencia de fundamento razonable o la conclusión esperpéntica a la que se llega. Lo que se resume en la frase “sin pies ni cabeza” de toda la vida..  

Cada vez que un tribunal contencioso-administrativo da la razón a un ciudadano y le quita una multa, por poner un ejemplo cotidiano, no está señalando al autor de esa resolución sancionadora como un prevaricador sino que no había tenido en cuenta hechos o normas que llevan a otra conclusión. Pero tampoco la absolución legitima conductas abusivas. Una actuación puede ser contraria a derecho, injusta y además ilegítima, aunque no haya condena penal, sino administrativa. Incluso la condena política es un valioso bien social. Se puede ser un sinvergüenza con prevaricación o sin ella.

Nos perdemos en el circo o anfiteatro romano entre gritos de “iugula” o “mitte”, muerte o vida para el gladiador. O asistimos, como las “tricoteuses” de la Revolución Francesa, entre impávidos y divertidos, al espectáculo de la guillotina; la reina de corazones gritando “¡que le corten la cabeza!”. Podemos gritar “prevaricación”, hasta desgañitarnos, pero eso no la hace que el acto que nos repugna sea un delito, como no hace bueno a un político el hecho de que se libre de una condena. Por eso es importante dar al César lo que es del César. Debemos recuperar el valor de la moderación frente a la sobreactuación. Porque si no se nos escapan los prevaricadores y los sinvergüenzas entre dignidades fingidas.