Ramón Hernández, el escritor y el ayer perdidos
“Si la huella personal y humana de Ramón Hernández en Guadalajara es cálida y evidente, la literaria alcanza el nivel de realmente notable pues aquí, ambientó una de sus mejores novelas: El Ayer perdido (1986)”
En el atardecer del Guadalajara, solar de tantas cosas, en cambio no lo es en el ámbito literario. Esta ciudad y esta provincia que comparten nombre, siempre han sido un terreno fértil para la inspiración creadora en la “república de las letras” y un cálido útero-magna mater- para alumbrar literatos de mucho nivel y gran proyección. O para acogerlos con una hospitalidad proverbial si se avecindaron aquí, pese a que este no fuere su lugar de nación. No son pocos los casos de grandes escritores aquí nacidos, cuyos nombres vamos a obviar para dar protagonismo a quien dedicaremos el “Guardilón” de hoy, pero puede que aún sean más los aquí adoptados por razón de su avecindamiento temporal, como es el caso de Ramón Hernández, gran novelista de cuna madrileña que murió la primavera pasada, a los 89 años, y está en Guadalajara enterrado, junto a su madre, fallecida en 1992.
Ramón Hernández fue un escritor perteneciente a la generación de la posguerra, autor de más de una veintena de novelas, entre ellas algunas que merecieron importantes galardones como La ira de la noche-Premio Internacional de Novela Águilas, 1970-, Eterna memoria- Premio Hispanoamericano de Novela Villa de Madrid, 1974- o Los amantes del sol poniente- Premio Casino de Mieres, 1984-. La narrativa de Hernández está considerada por algunos críticos como una de las españolas más importantes de la segunda mitad del siglo XX; de hecho, el mismísimo The Times prestigioso periódico londinense que no suele regalar demasiados adjetivos a nada ni a nadie, y menos a un escritor hispano, calificó su obra Palabras en el muro (1969) como “la mejor novela publicada en España en los últimos años”. La novelística de Hernández, muy innovadora, transita entre el realismo social propio de los años de la posguerra en que comenzó su andadura como literato, el surrealismo, que aún pervivía como el mar cuando ya es más arena que agua, pero no deja de ser mar, y la creación fantástica y onírica que, con una desbordante imaginación, él trenzaba como pocos con la vida cotidiana. Además de novela, parte de ella histórica, también escribió cuentos-varios de ellos publicados en Los Papeles de Son Armadans, la prestigiosa revista literaria que creó y dirigió Cela—, teatro, biografía- como la de Ángel María de Lera, gran escritor guadalajareño nacido en Baides-y hasta poesía, dejándonos en este ámbito dos excelentes poemarios: Acuario en Capri, que es una recopilación de su producción poética, editada en 2011, y Boomerang (2017).
Aunque Ramón Hernández nació en Madrid (1935), donde pasó su infancia, la adolescencia y la juventud las vivió en Guadalajara, ciudad a la que siempre le unió una afectividad muy especial y que le dejó tal impronta que hasta decidió enterrarse aquí, junto a su madre, Catalina García. La sepultura que ambos comparten en el cementerio municipal está a la izquierda y muy cerca de la entrada al patio número 1 del camposanto alcarreño, el más antiguo, datado en 1840 y que lleva el nombre de la patrona de la ciudad, la Virgen de la Antigua. La sepultura, de mármol blanco, tiene una inscripción idéntica al título de una de las obras más reconocidas de Hernández, ya citada: “Eterna memoria”. Sobre la lápida figuran grabados el nombre de su madre y el suyo, así como sus respectivos años de nacimiento y defunción (1906-1992 y 1935-2024, respectivamente). Debajo del nombre de la madre también consta la inscripción “restos de familia”. Debajo del suyo, la palabra “escritor”.
La familia Hernández García se avecindó en un pequeño piso de Guadalajara, concretamente en la calle Ingeniero Mariño, situado encima de los antiguos talleres Yagüe, después de la Guerra Civil, cuando la madre de Ramón, funcionaria de Hacienda, vino aquí destinada. Ramón, en realidad, se llamaba Ángel, pero a partir de cierta edad, aún adolescente, ya pidió a sus amistades que le llamaran “Ramón” y no “Angelito”, como era familiar y amicalmente conocido. Este dato nos lo ha aportado Josepe Suárez de Puga, compañero de estudios en el instituto y uno de los más destacados amigos guadalajareños de Ramón, junto a Miguel Picazo, gran cineasta de origen jienense pero que, como Hernández, vivió su infancia y juventud en Guadalajara, dejando señera huella él en la ciudad y la ciudad en él. Los padres de Ramón estaban separados y, al parecer, él no guardaba precisamente la mejor relación ni el mejor de los recuerdos de su progenitor, hecho que, muy probablemente, motivó que optara por el pseudónimo de Ramón para sustituir su verdadero nombre de Ángel, ya que su padre también se llamaba así. Ramón y su madre vivieron en Guadalajara hasta que él concluyó sus estudios de bachillerato y ambos se trasladaron a la capital de España para matricularse en la universidad, donde se licenció como perito agrícola, profesión que ejerció hasta su jubilación y compatibilizó con la literatura. A pesar de este cambio de residencia, Ramón Hernández y su madre mantuvieron siempre una estrecha vinculación con Guadalajara, hasta el punto de decidir enterrarse ambos aquí. Fue un asiduo visitante de nuestra ciudad y provincia, especialmente para asistir a actos literarios, entre ellos las “Noches de Versos” que el pintor Jesús Campoamor organiza en julio cada año, desde hace catorce, en Torija, en la recoleta plazuela de la Iglesia y a los pies de un soneto de José María Alonso Gamo. Precisamente en la edición de 2024, en la que he tenido el honor y el placer participar, se ha rendido un cálido y especial homenaje a Ramón al ser la primera edición que se celebraba tras su, entonces, aún reciente fallecimiento. Quienes más le conocieron y trataron hablan de él como una persona afable, intensa, inteligente, irónica, sagaz, muy creativa y generosa. Y sencilla, muy sencilla. Este verso suyo lo dice casi todo de él: “prefiero ser payaso de circo a emperador con estatua”.
Si la huella personal y humana de Ramón Hernández en Guadalajara es cálida y evidente, la literaria alcanza el nivel de realmente notable pues aquí, y en el tiempo de la posguerra, su propio tiempo, ambientó una de sus mejores novelas: El ayer perdido (1986). En esta obra se inspira, nítidamente, en la conocida novela de Marcel Proust titulada En busca del tiempo perdido. Además de una intencionada coincidencia en el título, El ayer perdido es en gran parte -como en la del citado escritor francés que tanto influyó en la novela, la filosofía y la teoría del arte modernos europeos-, una autobiografía trufada de elementos oníricos, en la que lo cotidiano convive con la fantasía como si lo cercano y lo real, lo distante y lo fantasioso fueran de la mano y estuvieran en el mismo plano. Se trata de una novela en la que la Guadalajara de la posguerra es perfectamente reconocible: la calle Mayor y sus paseos arriba y abajo, la Academia de Transformación de Infantería en Adoratrices, lo que entonces quedaba del cuartel de Globos, el Fuerte, el instituto; el comercio y los servicios locales: la peluquería “La Higiénica”, la pescadería “El Chato” (nombre con el que renombra la del “Maragato”), la farmacia de Jiménez, la funeraria “La Fe”, las confiterías con sus bizcochos borrachos, los puestos de paloduz, frutos secos, tebeos, cromos y chucherías de la plaza de San Gil, el teatro Liceo, el hotel Iberia, Educación y Descanso, el nuevo Casino recién inaugurado, etc. También son identificables algunas personas, como el propio “Puga”-como llama a Josepe en la novela- o el Doctor Sanz-don Pedro Sanz Vázquez-… En cambio, otras y los hechos que protagonizan, algunos de ellos hasta escandalosos para la encorsetada moral de la época, pero riquísimos desde el punto de vista creativo literario, son fruto de la imaginación de Hernández, en alguna ocasión hasta delirante, si bien aportan a la obra un buscado y bien hallado interés e intensidad narrativos, con un punto surrealista, al forzar hasta el extremo el realismo social del que parten. No creo decir ninguna sandez si afirmo que Hernández, al menos en El ayer perdido, parece transitar por el realismo mágico y coincide en el camino con García Márquez, sobre todo cuando crea personajes y tramas de improbable, por no decir imposible, concreción en el paisaje arriacense de la época. Y no es una novela, es un novelón. En ella alcanza, probablemente, su madurez creativa al regresar al paisaje de su adolescencia y juventud, trayéndose a ella sus propios fantasmas familiares-la aversión a la figura paterna del protagonista es palmaria, al tiempo que la pasión por su madre-, su sensibilidad social, su desbordante imaginación y su conexión con las más profundas inquietudes y aspiraciones de los seres humanos. Al hilo de lo antedicho, sobre el paisaje de la novela, escribe en ella: “por aquella época en Guadalajara todo el mundo sospechaba de todo el mundo y nadie estaba seguro en su decencia y en su universo”; pero, tras la cera, la seda: “aquel desierto de ciudad vacía, herida por las cuchilladas de la guerra y el fanatismo, miserable y vil (…), “era maravillosa en su estrechez”. El ayer perdido es una obra nostálgica y elegíaca-“había pasado el tiempo como ave migratoria sobrevolando corazones y, como el viento, erosionaba rostros y miradas”-, metafísica, metabiológica y metabiográfica, cuyo protagonista, Vicente Anastasio Garrido de Tinajas y Sandoval, ya lo es en el útero de la madre y continúa siéndolo después de muerto, enterrado ya “en nuestra tumba (que) está la primera nada más entrar en el cementerio”, como la de Ramón Hernández y su madre. No lo digo yo, lo dice Juan Manuel de Prada, “en literatura todo lo que no es autobiografía es plagio”.