Tarantella napolitana


Nápoles no borra el pasado, aunque parte del pasado no le enorgullezca. De las Dos Sicilias a Garibaldi y Vittorio Emanuele, de los camisas negras marchando a Roma a las Brigadas Rojas, o de la Camorra a la que luchan por dejar definitivamente atrás, en la historia, alejándola del presente. 

Alegre y bulliciosa, pellizca el alma y exalta el espíritu. Nápoles, como la tarantella, se te meten en la cabeza y son difíciles de sacar, porque no puedes, porque no quieres. Llevo días con una idea surgida en Nápoles, entre museos y lecciones y que quiero compartir hoy en esta columna.

Confieso que Nápoles ha marcado algunos momentos importantes de mi vida. La Universidad de la Campania, Luigi Vanvitelli me ha acogido reiteradamente con la hospitalidad que caracteriza nuestras tierras hermanas. Fue mi última estancia académica antes de que la hermosa y absorbente dedicación a la representación parlamentaria me ocupara durante tres años y medio, de forma tan exigente como apasionante. Y vuelve a ser mi primera lección impartida fuera de España, dos años después de cuando debería, por causa y culpa de la pandemia liberticida, gracias a la generosidad intelectual y a la amistad forjada a través de los años de queridos colegas que ya son amigos entrañables.

Podría glosar las bellezas de Nápoles, la importancia del legado español y de los Borbones en su historia y arte. Podría hablar durante horas del legado clásico de sus calles, decumanos y cardos romanos que ya habían construido los griegos, atravesando el espacio de norte a sur y de este a oeste en una cuadrícula admirable, estrecha y oscurecida que oculta resplandores barrocos, como la ostra esconde la perla.

Podría hablar de su bahía, presidida por el majestuoso Vesubio, que mató Pompeya, Herculano y Oplontis, para hacerlas inmortales. Del caos permanente, los atascos y la contradicción de que los napolitanos circulen a velocidades imposibles para gastar el tiempo en las terrazas bebiendo con los amigos.

Podría pasar horas hablando de San Genaro, que nos ha regalado la posibilidad de asistir al prodigio de su sangre licuada, sábado anterior al primer domingo de mayo. Y de la pizza y del Aperol, de los belenes y los amuletos, “non è vero… ma ci credo”.

Pero el soniquete persistente de Nápoles, que me persigue estos días se forjó en la evidencia de que el napolitano acepta su historia y la exhibe, la bonita y la que no lo es tanto, de griegos y romanos, suevos y normandos, españoles y austriacos y hasta de José Bonaparte: Pepe Botella, ven al despacho, no puedo ir porque estoy borracho... 

Nápoles no borra el pasado, aunque parte del pasado no le enorgullezca. De las Dos Sicilias a Garibaldi y Vittorio Emanuele, de los camisas negras marchando a Roma a las Brigadas Rojas, o de la Camorra a la que luchan por dejar definitivamente atrás, en la historia, alejándola del presente. 

Envidio a los napolitanos tanta grandeza. La historia no puede enterrarse ni bajo la lava de un volcán; ni se esconde ni se reescribe, sino que se asume y se supera. Algo que deberíamos hacer también los españoles en lugar de arrojarnos muertos y dogmas. Mientras tanto, seguiré contando los días hasta que regrese a Nápoles, a dar alguna lección y, sobre todo, a recibir tantas lecciones, mientras la musiquilla de la tarantella sigue resonando persistente en mi cabeza.