Tomás de Iriarte en la Alcarria

18/02/2021 - 16:48 Javier Davara

En su gabinete madrileño, Tomás de Iriarte y Cisneros, uno de los más célebres literatos de la Ilustración española, dispone con minuciosidad los pormenores de su próximo viaje por tierras de la Alcarria. 

Corren los primeros compases del verano de 1781. En su gabinete madrileño, Tomás de Iriarte y Cisneros, uno de los más célebres literatos de la Ilustración española, dispone con minuciosidad los pormenores de su próximo viaje por tierras de la Alcarria. El afamado dramaturgo, poeta y fabulista, se documenta sobre la geografía de la comarca, consulta los mapas y planos que llenan su estudio, coteja fondas y mesones donde comer o pernoctar, al tiempo que dispone el equipaje sin olvidar los imprescindibles útiles de escribir. 

El cosmopolita y galante escritor, de treinta años de edad, animado por sus amigos de la famosa tertulia literaria de la fonda de San Sebastián, en especial por el diplomático Manuel Delitala, marqués de Manca, espera encontrar en la Alcarria el mejor y adecuado remedio a sus ataques de gota y gozar de unos días de quietud y reposo. Además, promete al aristócrata enviarle una carta donde relate las impresiones y vivencias de su viaje.  

Todo está medido y regulado. Días después, en la silenciosa y cálida madrugada del domingo 22 de julio de ese año, Tomás de Iriarte abandona Madrid, por el camino de Alcalá de Henares, montado sobre una mula y en compañía de un criado, al que llama Sancho Panza. Le esperan los campos de la Alcarria, un sugestivo país donde, según se cuenta, mugen los montes al ser batidos por vientos y huracanes. Ya en la ciudad alcalaína visita la universidad, se detiene gozoso ante el renacentista sepulcro del cardenal Cisneros, allí situado, y en la biblioteca universitaria examina libros y pergaminos. 

De buena mañana, al día siguiente, Iriarte prosigue su viaje y, con limpia y gustosa prosa, ajena a todo artificio, apunta y registra andanzas y emociones. Sigamos sus pasos: El afamado autor neoclásico salva la corriente del río Henares, en Santorcaz, a bordo de una barca guiada por “un gigantesco y atemorizador barquero”, un hombre malhumorado “que tiene todas las trazas de Caronte”, el mitológico remero griego que cruzaba las almas de los difuntos de una a otra orilla de la laguna Estigia. Ya en tierras arriacenses, transitando por fragosos senderos hollados por el constante andar de viajeros y caballerías, el poeta se detiene en Pozo de Guadalajara y, tras sortear cerros y vaguadas, alcanza la villa de Aranzueque, varada en el risueño valle del Tajuña, y se acomoda en un “mesón con buenos cuartos”, pero no tan buena comida. 

“Para pasar el tiempo hasta el mediodía –recuerda Iriarte– me fui a tocar el órgano de la iglesia, que no es malo. El sacristán quedó tan prendado de mi sorprendente habilidad, que me envío de regalo unos peces que había pescado aquella mañana. El mismo sacristán es maestro de niños y la escuela es la misma iglesia. Los vecinos en este lugar tienen el apodo de portazgueros, porque en un portazgo que había antiguamente cobraban el tránsito, en un puentecillo a la salida del pueblo”. 

El gran fabulista, al caer de la tarde, reanuda su peregrinación alcarreña: “Continué mi caminata a Tendilla, mediana villa y de bastante arboleda, y de allí al convento de Nuestra Señora de la Salceda, en cuya hospedería pasé la noche. Los padres franciscanos me hospedaron muy generosamente y me dieron una buena cena con que desquitarme de la mala comida del mesón de Aranzueque”. 

A la hora de dormir en este monasterio franciscano, fundado en el siglo XV, cuyas escasas y tristes ruinas hablan hoy de incuria y abandono, Iriarte sobrellevó con gran paciencia incomodidades y sobresaltos: “En la Salceda hubiera estado de buena gana tres o cuatro días, porque en medio de ser un desierto es un paraje delicioso. Pero como los gustos de esta vida no son durables, quiso mi mala suerte que cargasen sobre mí aquella noche tantas pulgas que no me dejasen dormir. Estando, pues, desvelado y oyendo tocar a maitines, me vino el deseo de irme al coro, ya que no dormía, y hacer mis observaciones musicales sobre el canto llano. Levanteme y empecé a andar a tientas y solo por unos claustros y pasillos oscuros que no conocía, y me empeñé en llegar al coro. Pero la cosa era imposible; porque los padres, según la estrecha clausura que allí observan, tienen cerrada toda comunicación de la hospedería con el interior del convento. Oía a lo lejos las voces, que, en el silencio de la noche, resonaban tristísimamente; la oscuridad de aquellos claustros, los pasillos estrechos por donde transité, los muchos escalones que subía y bajaba, sin saber dónde iba, todo aumentaba mi confusión. Mi Sancho Panza roncaba entretanto, y su ronquido me sirvió de reclamo para acertar a volverme a mi aposento. Aquella noche fue en todo digna de don Quijote”. 

“En amaneciendo Dios”, el elegante viajero y su sirviente salen del convento con rumbo hacia “un pueblecito llamado Alhóndiga”, varado al borde del río Arlés. “Toda esta tierra es quebrada, frondosa y fresca; –confiesa Iriarte con pedagógica intención– de suerte que, desde Santorcaz acá no he conocido el verano. La gente es bastante aplicada a la agricultura y tiene un buen modo con el forastero. Alhóndiga es un lugar notable por su situación. Está encima y alrededor de un cerro y a la media naranja, sirve de corona la iglesia con su torre. La perspectiva es muy pintoresca y sus cercanías son amenas, al igual que en otro pueblo denominado Auñón”. 

Con deseada precisión, el ilustrado literato describe las onduladas pendientes que le llevan a la orilla del Tajo, entonces un río indómito y bravío, ahora amansado por diques y embalses: “Vine a Sacedón, que es buena tierra, y en el camino tuve el gran gusto de ver el paraje que llaman el Infierno del Tajo. Es un sitio escabroso, horrorosamente bello; pues si por una parte se ven unas elevadas y desmedidas peñas que parecen amenazar ruinas, por otra hay alamedas deliciosas que siguen la orilla del río, cuyas aguas son en aquella parte encarnadas, a causa de ser este el color de la tierra madre. Llaman sin duda el Infierno a este paraje por las simas y cuevas que le hacen horroroso”. 

Tomás de Iriarte deja atrás las apacibles heredades de la Alcarria de Guadalajara: “Desde Sacedón vine a Poyos que es un lugarcito a orillas del río Guadiela, con una hermosísima vista. Allí comí con Miguel de Otamendi –un diplomático y consejero real– y su mujer, y por la tarde proseguí mi viaje por Villalba y Tenajas, y, poco después del anochecer, llegué a Gascueña”, en predios de Cuenca. 

Sabido es que, en el año de 1956, el pueblo de Santa María de Poyos quedó sumergido bajo las aguas del embalse de Buendía. La mayoría de sus vecinos, unas cincuenta familias, fueron asentados en la recién construida pedanía vallisoletana de San Bernardo, aledaña al monasterio cisterciense de Santa María de Valbuena, en Valbuena del Duero. 

Un año después de este viaje, Iriarte publicará sus conocidas Fábulas Literarias, de muy extendida fama. Una brillante gavilla de sesenta y siete cuentos en verso, henchidos de ejemplos y consejos, divulgados en favor de la instrucción de las gentes, con el loable deseo de combatir ignorancias y suposiciones. En una de estas fábulas, titulada Los cuatro lisiados, Tomás de Iriarte desliza un delicado recuerdo a las tierras de la Alcarria, por él visitadas, a estos fecundos terruños de aromas y de miel. 

 

Javier Davara es profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid.