Un catálogo de chozos en Aldeanueva de Guadalajara
La salvaguarda de nuestro patrimonio debe hacerse con continuidad, método, totalidad y entusiasmo. A propósito de un libro que acabo de leer, y que tiene por autor a David Trijueque Serrano, voy a hacer un repaso por el patrimonio de un pequeño pueblo de nuestra provincia.
Entre los tonos de monótona policromía que brinda el campo alcarreño, sobre el páramo que se eleva a 1.000 metros sobre el nivel del mar, entre los arroyos de Torija/Valdenoches, y el de Matayeguas, como pequeños granos pétreos se conservan en las llanuras del término de Aldeanueva 30 chozos antiguos, de aquellos que levantaban los pastores para mejorar su vida, protegerse de las malas condiciones atmosféricas y resguardarse de los soles veraniegos. Estos chozos, de los que todavía hay miles repartidos por nuestra geografía provincial, eran un seguro acojo de pastores, segadores y paseantes de la altura.
Dice Trijueque que no están todos los que eran, porque algunos se han derribado ya, incluso para con su piedra mejorar la carretera que va a Guadalajara. No solo servían para guarecerse de tormentas y vientos, sino que hacían también de guardaviñas. Están construidos con la técnica de la “piedra seca”, esto es, poniendo una sobre otra, una junto a otras, las piedras calizas del entorno, haciéndolas casar sin ningún tipo de argamasa, sino solamente por sus acoples más refinados. Si por fuera tienen un aspecto ligeramente agrio o montaraz, por dentro uno contempla la perfección y alineamiento que constituyen sus paredes y abovedamiento. Se construían desde dentro, y solamente el remate de la cúpula recibía la última piedra, o algo de ramaje seco, o incluso tierra, desde fuera. Era la “piedra clave” que venía a ser sustentadora del todo. Arquitectos sin titulación –dice Trijueque– eran los que hicieron estos curiosos habitáculos, pero en todo caso gente con experiencia, con dotes de observación, y con saberes heredados, que tenían claro su objetivo, el de proteger ahora y subsistir para siempre.
Chozo de la postura del Tio Herrero.
De esos 30 chozos que David Trijueque cataloga en su libro, me quedo con el número 2, el de la “Postura del Tío Herrero” o el 30, el gigantesco del cerro de San Pedro. Todos son hermosos, todos se parecen aunque no hay ni uno solo igual a los otros. Para ellos cabe, si no la protección oficial (que no la tienen, porque en su día no se acudió a la propuesta que la Unión Europea hizo de protegerlos), sí el respeto, y aunque necesitan de pocos cuidados, lo que se impone es la protección de la mirada frente a las tentaciones de su derribo, que tal como está ahora la vida rural, tan despoblada, no parece tener mucha amenaza.
El libro de David Trijueque sobre Aldeanueva tiene muchos otros valores, que desde una perspectiva patrimonial deben ser resaltados. Porque nos habla de los majanos, que son esas montoneras de piedras en medio de los campos, que la gente hacía para retirar todo el pedrerío del área de cosecha, y limpiar el suelo destinado a producir grano. Son esos majanos, en las lindes puestos, en los ribazos, en los puros llanos, otro elemento que nos hace pensar: admirarnos primero, del trabajo que supusieron, acarreando las piedras una a una, con lo que pesan, y luego irlas alineando dándoles formas diversas. En algunos casos, puestas como en semicírculo para dejar dentro una defensa, un espacio de aguardo, y constituir una “espera” de las que muchos cazadores usan para darle tiempo a las perdices a que se acerquen y dispararlas.
Chozo del cerro de San Pedro.
También trata de algunos despoblados del término de Aldeanueva. Uno de ellos, el que llaman aún “el Santo”, y que fue el que las crónicas denominaron como Centenera de Suso, o Centenera la Vieja, del que escribí no ha mucho en estas mismas páginas (ver mi crónica de 25-10-2024) en el que se ven los altos muros de su vieja iglesia, que quedó despoblada hará unos 3 siglos, aunque las leyendas dicen que desapareció el pueblo entero por una plaga de termitas; o el de San Friso, que estuvo en el barranco de la Muela, y que fue sin duda el lugar poblado más antiguo del actual término, sin olvidar el entorno de Valdevacas, de hermoso nombre, al que don Juan Ruiz, arcipreste de Hita, consideraba “nuestro lugar amado” y que entonces (en el siglo XIV) completamente arbolado, húmedo de arroyos y cuajado de frutales, debía ser un verdadero paraíso al que gustaba asistir, siempre que podía, nuestro deambulante juglar.
En esta obra, y aunque brevemente, se rescatan espacios de cierta enjundia y misterio. Por ejemplo, las fuentes del término, abundantes en los vallejuelos, más los antiguos molinos, los viejos puentes, el tejar o tejares que hubo en el término, las cruces talladas en las rocas de la llanada del Camino de Atanzón, o el mismo Calvario, que naciendo del muro de poniente del templo mayor, se llega hasta la ermita de la Soledad, mostrando allí su monumental cruz con leyendas talladas, que la perspicacia de David Trijueque hizo que se rebajase el suelo en su entorno, y apareciera el dato de que, además de ser hecha en 1784, la sufragó don Miguel Vicente, vecino de Madrid por entonces, pero natural de Aldeanueva.
Cúpula de un chozo.
Acabo con otro de los méritos mayores de este libro, que debería ser modelo para hacer similares empresas en todos los pueblos de nuestra tierra: la toponimia, recogida con paciencia, preguntando, con la asistencia sabia de los mayores, de quienes conocían el mundo, y cada trozo de él, por sus nombres propios, como si una jauría o rebaño de paisajes mínimos hubieran sido sembrados en una tarde loca de magias creadoras. David nos da una lista de nombres de lugares –sonoros y precisos– y además los localiza en un mapa que, troceado, aparece en las páginas centrales de su obra. No cabe duda, así, y quedará para siempre el recuerdo, de dónde estaba el Cerro de la Horca, dónde la piedra de la Miradita, dónde la Chorrera del Beliño, y dónde, allá por la vega ya, la Fuente de la Antanilla. Eso es riqueza, eso es memoria. Esas son huellas que debemos seguir, para no perdernos.