Un personaje de Embid: el cura don Fernando Rillo Malo
Una biografía menor, una vida plana, pero un recuerdo para cuantas personas, con sus aconteceres sencillos, escribieron páginas de la historia del Señorío de Molina, que siempre apetece recuperar, traer a la vista, evocarlas.
El pueblo de Embid, una villa castellana en la frontera con Aragón, ha tenido tiempos mejores. Fueron en siglos pasados, y la sombra de su castillo así lo atestigua. De su patrimonio hago gracia ahora, porque ya me ocupé en ocasiones de él (Nueva Alcarria, 15 julio 2022). Y de su historia no vengo a repetirla, que ya es conocida (Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara, 1983, pp. 465-466). Pero la memoria de don León Luengo, que fue secretario de su Ayuntamiento hace ahora un siglo, reaparece al encontrarme con el manuscrito de un libro suyo que escribió en 1932 y que dejó inédito, como toda su obra. El legajo se titula ‘Biografías de hijos beneméritos de su patria, la noble villa de Embid’ y en manuscrito se conserva en el archivo de la Biblioteca de Investigadores de la provincia de Guadalajara que mantiene la Excmª Diputación Provincial en su Centro Cultural San José.
Don León Luengo fue un historiador molinés del que ya me ocupé en ocasiones anteriores (Nueva Alcarria, 25 junio 1977) y que a lo largo de una vida centrada en la búsqueda de documentos molineses por parroquias y ayuntamientos llegó a cosechar un gran tesoro bibliográfico que quedó inédito aunque ahora en custodia de la referida Biblioteca de Investigadores.
Me centro en estas “Biografías de hijos beneméritos…” y encuentro numerosas referencias vitales de gentes que pasaron su vida en aquellas alturas del páramo. Es difícil escoger, pero me voy a inclinar por leerme y dar a conocer la de un cura párroco de la villa que vivió durante la primera mitad del siglo XVIII, en ese “Siglo de las Luces” que también, de algún modo, repercutió en los pequeños pueblos de la Sesma del Campo. Se trata de don Fernando Rillo Malo, quien alcanzó a vivir 65 años, y salvo su periodo de formación en Sigüenza, que fue breve, el resto lo vivió en su pueblo, donde nació el 1 de marzo de 1700 y luego murió el 11 de septiembre de 1765, siendo enterrado bajo el pavimento de la nave principal de su iglesia parroquial.
Una vida sin esquinas, un relato plano, pero unos intensos 65 años en los que el personaje discurrió su existir como el de cualquier otro ser humano. La infancia y juventud en el pueblo, que entonces era pasajero, y vería muchas columnas pasar, porque hubo guerra en esa época, y más en la frontera de Castilla con Aragón, que es donde está el pueblo.
Destinado por los padres y las circunstancias al servicio de la Iglesia, él se conformaría con ello. Al parecer, tenía un hermano mayor, Juan de la Cruz Rillo, al que se dieron estudios, y ello supuso retrasar los de nuestro personaje. Dice Luengo que empezó tarde su “carrera literaria”, aunque se sabe que en 1724 era estudiante, quizás en Sigüenza, y en 1730 se ordenó de sacerdote. Habría que ser doctorado en Derecho Canónico para saber en detalle los múltiples cargos y procedimientos que ocupó en su vida don Fernando, porque el escrito de Luengo los menciona, sacados de los documentos que en la parroquia se conservan.
Antes de alcanzar el curato, tomó posesión de lo que se le ofrecía, que era el bonete de la Capellanía de Ánimas que existía fundada en la parroquia de Embid. El 7 de junio de 1726, el señor Provisor y Vicario General del obispado de Sigüenza le hizo colación por la imposición de un bonete de la capellanía de ánimas fundada en la parroquial de Embid, previa presentación que del mismo hicieron el Consejo y vecinos de dicha villa, como patronos que eran de la fundación, y el 11 del mismo mes y año, don Antonio Castellano, cura teniente de dicha iglesia, vistas las letras, y en su cumplimiento, le dió posesión real, actual, corporal, vel quasi, de la referida capellanía, y de sus frutos y rentas, introduciéndole de la mano en la iglesia, y llevándole al altar mayor, en donde el nuevo capellán, hincado de rodillas ante el Santísimo Sacramento, dijo la oración del Espíritu Santo Deus Corda, tocó una campanilla, echó fuera de la iglesia a cuántas personas estaban en ella y abrió y cerró las puertas, todo lo cual hizo en señal de posesión ante el notario y testigos, de lo que se levantó acta que firmaron don Antonio Castellano, don Fernando Mateo Sanz, notario público por autoridad apostólica y vecino de dicha villa.
Pocos años después, cuando don Fernando se disponía a recibir las sagradas órdenes, su tío, el licenciado Juan de Rillo Malo le donó 107 Medias, un Celemín y tres cuartillos de tierras de pan para llevar; una casa; dos parideras y un huerto, para la formación del patrimonio eclesiástico, de los cuales bienes le otorgó la oportuna escritura pública. Esta donación se debió de hacer en 1728, porque el 9 de abril de 1728, el señor Provisor y Vicario General de Sigüenza, hizo colación canónica a don Fernando Rillo del beneficio erecto con los referidos bienes patrimoniales, y el 12 de ese mes y año, dicho cura teniente le dio la posesión tomándole de la mano e introduciéndole en la casa, afecta al nuevo beneficio, con todas las demás solemnidades que impone el Derecho Canónico.
Don Fernando se ordenó de presbítero y cantó su primera misa en marzo de 1729, puesto que el 16 de ese mes y año, el prelado seguntino le concede licencia para celebrar la primera y demás misas, y en 1730 ya ejerce de cura teniente de la parroquia de Embid. Fue añadiendo a sus dotes eclesiásticas varias capellanías y beneficios acumulados a lo largo de los siglos en la iglesia de la villa molinesa. Así sabemos que don Fernando Rillo poseía, en diciembre de 1732, la capellanía llamada “de Izquierdo”, de la que se le había hecho canónica colación a la muerte de don José Izquierdo y Torres, su último capellán, fallecido el 30 de abril de este año.
Una vez se hizo cargo de la capellanía, vio que sus bienes y propiedades estaban necesitados de considerables y prontos arreglos, pidiendo a la curia seguntina que le autorizase a llevar a cabo los correspondientes reparos.
Algo después, en 1733, se le hizo colación canónica por la autoridad competente de la segunda capellanía de Diego Sanz de Rillo, fundada en la parroquia de Embid, en la capilla de San Francisco, y el 7 de diciembre de ese año tomó posesión de ella con las formalidades de derecho. Don Fernando era “tercer nieto” de ese Diego Sanz Rillo, afamado clérigo molinés.
Con el paso de los años, don Fernando fue sintiendo “extrema debilidad de la vista”, y se le fueron concediendo los permisos correspondientes para eximirle de obligaciones litúrgicas. En todo caso, debe constar que don Fernando Rillo Malo fue, en su sencillez, un sacerdote venerable, muy amante del pueblo, de su naturaleza, que vivió y murió en donde había nacido, y que tuvo el cargo de cura teniente de la parroquia de esta villa de Embid por tiempo superior a 30 años.
Acabó sus días el 11 de septiembre de 1765, a los 65 años de su edad, y son curiosas las cláusulas principales de su testamento, otorgado ante Miguel Torrubiano Cortés, escribano público de la villa de Tortuera, que constan en la partida de defunción. Vemos en ellas que dejó 400 misas por sí y por sus obligaciones, y fue enterrado en la iglesia parroquial. Además Luengo nos refiere que se conserva una relación de los bienes que le donó su tío para el patrimonio de ordenación; dos títulos de nombramiento de capellán, un título de colación del beneficio erecto, con sus bienes patrimoniales, y que en la parroquia aún alcanzó a ver una carta que le escribió Miguel Torrubiano Cortés, el escribano, desde Tortuera; otra que le escribió el señor marqués de Embid, desde Aranjuez; otra del señor marqués de Andía, fechada en Guadalajara, y otra de don Antonio Martínez de la Concha, médico, remitida desde la Fuente de Pedro-Naharro.
Todo ello son datos mínimos, que pueden parecer sin importancia, pero que en su conjunto definen una vida simple y uniformada, la de un hombre de Embid, que fue dedicado al servicio de la Iglesia, y que pasó la vida en su pueblo (salvo los años de formación en Sigüenza) sin otro cometido que el de administrar los sacramentos, acudir a los problemas espirituales de sus paisanos, y dedicar sus ratos libres a la lectura, a la buena mesa, a la charla y –según pienso, porque era lo habitual– a la caza, porque en aquellas alturas del Señorío molinés no había para mucho más con que entretenerse y pasar la vida. ¿Hubo aventuras, amores, noches de insomnio, envidias, visiones, confidencias…? Eso queda ya para la imaginación de quien quiera dejarla desbocarse.