El aire que respiramos
Luis Monje nos ofrece en sus 'Crónicas retrospectivas' un artículo que publicó en Nueva Alcarria el 6 de diciembre de 1979.
Los economistas dicen que el aire no es un bien económico porque no está sometido a las leyes de la oferta y la demanda. Es un bien nullius. Es un bien de todos. Por eso no le damos importancia. Así ha sucedido hasta ahora, por lo menos, porque lo que es en el futuro, quizá demasiado inmediato, ya veremos. Al paso que vamos no tardará en surgir algún avispado comerciante que lanzará al mercado aire embotellado de la sierra, o de la Alcarria, para uso de enfermos de las vías respiratorias, primero, y más tarde, para bienestar de ricos. Después, como nuestra sociedad es de consumo, y se mueve por estímulos publicitarios, según saben muy bien los que se anuncian por televisión, terminaremos todos respirando aire embotellado, y el que no pueda hacerlo por falta de dinero, aunque viva en Guadalajara, que no es precisamente una ciudad contaminada, se sentirá desgraciado. Así se empezó con el agua, y ya ven qué negocios hay montados sobre ella. Ya solo bebemos agua del grifo los desgraciados, los proletarios de la pluma o del pico, los que no podemos permitirnos el lujo de elegir entre “con gas o sin gas” a diario.
No nos importaría mucho si no fuera por el agravio comparativo de que otros más tontos que nosotros puedan beber agua embotellada y nosotros no. En realidad el agua de la Mancomunidad sabe a cloro y a veces a cieno, pero no es tóxica ni siquiera produce colitis. Sólo en los casos extremos -por desgracia más frecuentes de lo que quisiéramos- se convierte en un bebistrajo terroso y opaco que no hay quien lo ingiera. Entonces es cuando hay que recurrir, por causa de fuerza mayor, a las aguas de mesa de marca, aunque nos cuesten un riñón. Pero es que el agua del Sorbe nos estropea los dos.
Pero, en fin, habíamos empezado a hablar del aire y nos hemos pasado al agua. Total, no hemos hecho más que sustituir el nitrógeno por el hidrógeno. Claro es que no faltará quien diga, y con razón, que la composición del aire ya no es la tradicional. En las grandes ciudades, además del oxígeno y nitrógeno hay que contar con una altísima carga de óxidos de azufre y humos, que son los culpables de la famosa contaminación. Ellos son la causa de que madrileños, barceloneses y bilbaínos, entre otros, comiencen a pensar en salir a la calle con mascarilla. Y es que el mundo es un apólogo. Pedimos industrias y motorización y los dioses nos dicen: “Tomad, para que sepais lo que pedís”. Y así estamos: renegando de los humos de las fábricas y de los gases de los automóviles. Y ya no solamente por comodidad, sino por supervivencia. Los que se fueron del campo a la ciudad recorren ahora el camino inverso los fines de semana para desintoxicarse. Sería cosa de risa si el problema no comenzara a ser preocupante.
Como en un relato de Kafka, el hombre de la urbe va a tener que adaptarse al medio y protegerse con una cutícula quitinosa, si no con un caparazón, de la con- taminación ambiental. Sus ojos tendrán que habituarse a vivir entre sombras, y se le anquilosarán las piernas a fuerza de no usarlas más que para pisar el acelerador del coche. Si seguimos así, habrá que ir pensando en construir ciudades subterráneas, como en las novelas de ciencia-ficción.
Por lo pronto, las amas de casa madrileñas no dan abasto a lavar camisas. Los humos y los gases que nublan el sol y oscurecen las piedras, ponen negros también los cuellos y puños de las camisas, atezan los semblantes como cuando se esquía en la sierra y sombrean y aun mineralizan los pulmones, agravando las dolencias de las vías respiratorias. Como no se ponga pronto remedio a este estado de cosas habrá que ir pensando en trasladar las grandes ciudades al campo. A ver si así se descontaminan.