El fracaso de la excelencia académica
Demos un repaso por los diferentes gobiernos desde la Transición. Utilizaré algunas referencias que abarcan globalmente el nivel de sus gabinetes.
Leo y escucho algunas intervenciones de distintos ministros y, lamentablemente, me generan vergüenza ajena. ¿Qué le pasa a la clase política española? ¿Qué castigo tenemos que pagar por nuestros pecados? Hace días Joaquín Leguina le preguntaba a Adriana Lastra qué había estudiado y en dónde había trabajado. Me he molestado en entrar en Wikipedia y, si la información es veraz, estudió Antropología Social (?) sin haber concluido la carrera, precisaba. En lo profesional no aparecía nada al margen del Partido Socialista al que se afilió, eso sí, a los 18 años.
En el Gobierno un buen puñado de ministros arrojan “historiales” similares. No seré yo quien etiquete a nadie por sus estudios o trayectoria académica o profesional, tengo amigos de toda clase, y muchos de ellos son más listos que un lince sin haberse leído un libro, que de todo hay en la viña del Señor. El problema estriba cuando determinados perfiles deben encargarse de pilotar nuestra Nación en la que todos estamos tan implicados como afectados. Entiendo que deberían ser los mejores, los de mayor experiencia, los que adquirieron grandes conocimientos, los eruditos, por qué no, cuando se trata por velar por el interés de todos. Lo mismo entendían los ancestros a nuestra civilización. Grecia, Roma, brillantes mentes que todavía hoy resplandecen en nuestra cultura.
Demos un breve repaso por los diferentes gobiernos desde la Transición y, por no aburrir, utilizaré como botón de muestra, algunas referencias que, por extensión, abarcaban globalmente el nivel de los respectivos gabinetes.
Los sucesivos de Adolfo Suárez aglutinaron un elenco de ministros con un nivel académico y profesional inigualable. Juristas (Landelino Lavilla, Aurelio Menéndez, Pérez Llorca o Marcelino Oreja, Joaquín Garrigues), Economistas (Fuentes Quintana, una eminencia), Ingenieros (Calvo Sotelo, Abril Martorell). Catedráticos, diplomáticos, notarios, magistrados, funcionarios por oposición –de las de antes- que compatibilizaron igualmente sus actividades con la empresa privada, pulso diario de la economía real a pie de calle.
Felipe González tampoco dudó de rodearse de los mejores. Igualmente destacados economistas, juristas o diplomáticos. Ilustres trayectorias como las de Javier Solana, Maravall, Gómez Llorente, Fernández Ordoñez, Fernando Morán, Francisco Ledesma, Carlos Solchaga, Miguel Boyer o Pérez Rubalcaba.
Las comparaciones son odiosas, pero analicen equipos de entonces y los de ahora. Prefiero no entretenerme porque mis inteligentes lectores saben de lo que hablo. Claro que la culpa puede ser de todos. En la generación de nuestros padres, el que estudió o pudo estudiar, tuvo una formación superior a la nuestra. Recuerdo cómo miembros de la misma me recitaban el principio de Arquímedes de memoria. “Así hay que estudiar, sabiéndose las cosas como el Padre Nuestro”, apostillaban. Desde entonces todo ha sido una carrera de despropósitos, aprovechando cada gobierno de turno la reforma educativa como un jalón en su gestión. Hoy ya defienden el que no haya exámenes y que se pueda pasar de curso obligatoriamente, despreciando el esfuerzo de los buenos alumnos, despreciando la excelencia. Y el ministro de Universidades pide abolir la condición de catedrático para ser Rector. ¡Cómo vamos a encontrar excelencia en nuestros políticos!