El monasterio de Sopetrán en el dibujar de Valentín Carderera

16/01/2020 - 22:35 Javier Davara / Periodista

Óleos, dibujos, acuarelas, esmaltes y libros, grabados y marfiles, telas, brocados, notas, apuntes, bocetos… La Biblioteca Nacional de España, a través de una esmerada exposición, rindió un homenaje al recordado artista aragonés Valentín Cardedera Solano (1796-1880), prestigioso pintor y prolífico dibujante, impenitente coleccionista, investigador entusiasta y apasionado viajero romántico.

Formado en los saberes pictóricos de Mariano Salvador Maella, con quien aprende los rasgos propios del último barroco, y después con el gran artista neoclásico José de Madrazo, Cardedera se traslada a Roma pensionado por su constante protector el duque de Vistahermosa. Larga y fecunda estancia de nueve años, de la cual nacerá su afición por el retrato, el coleccionismo y el dibujo del natural. Al regresar a España, se convertirá en uno de los referentes culturales de la época: académico de Bellas Artes y de la Historia, pintor de cámara de la reina Isabel II, vicedirector del Museo del Prado y estudioso y propagandista de la obra de Francisco de Goya.

Corren los tiempos crueles de la primera guerra carlista. En la primavera de 1834, acompañado por Vistahermosa y a bordo de su carruaje, Valentín Carderera abandona precipitadamente Madrid hacia tierras aragonesas, ante los peligros de la epidemia de cólera asentada en villas y caseríos. Pasan raudo por Alcalá de Henares y por Guadalajara, entonces urbes bien muradas, cuyas puertas permanecían cerradas para evitar posibles contagios. Tras un incómodo recorrido, los viajeros quedan detenidos a la entrada de Zaragoza, pues deben cumplir la cuarentena prescrita por las autoridades.

Al igual que en Italia, durante este viaje, Cardedera vierte sus afanes en dibujar, con destreza y cuidado, los más célebres monumentos históricos encontrados en el camino, muchos en ruinas o desocupados. Una cartera de cuero y metal, repleta de mapas, anotaciones, pliegos de papel vitela, pinceles, tintas y demás enseres de dibujo, sirve a nuestro artista de archivo y de taller de esbozos y cartones.

Dos años después, el gobierno liberal español promulga las primeras leyes desamortizadoras que clausuran, salvo excepciones, los conventos y monasterios que no estuvieran habitados, al menos, por doce religiosos. La Academia de Bellas Artes, preocupada por el abandono paulatino de estos edificios, comisiona a Valentín Carderera para efectuar los trabajos de identificación, estudio y catalogación de los cenobios abandonados, además de procurar la recogida de las obras de arte, que en ellos se hallaren, a fin de ser depositadas en las diputaciones de las capitales de provincia.

Estos quehaceres de salvaguarda del patrimonio artístico son la génesis de los museos provinciales, entre otros el Museo de Guadalajara fundado en el mes de noviembre de 1838. Poco antes, en reconocimiento a su eficaz y meritorio trabajo, Cardedera es nombrado miembro honorario de la comisión Científica y Artística de la capital alcarreña, organismo responsable del control de los bienes desamortizados.

La Biblioteca Nacional de España conserva varias obras de Valentín Carderera sobre el acervo histórico de Guadalajara. Entre otras: un dibujo del palacio del Infantado, con un primer plano del torreón Alvar Fáñez, y otros de los monasterios de Sopetrán y de Lupiana, a más de los curiosos apuntes del sepulcro del obispo Fernando de Arce, en la catedral de Sigüenza, y de la techumbre del salón llamado de los Linajes, del palacio mendocino.

Quedémonos en Sopetrán. Cerca del caserío de Torre del Burgo, en el centro de una hermosa y tupida vega bañada por el río Badiel, preñada de antiguo de huertas y molinos, Valentín Carderera descubre las dolientes ruinas del monasterio benedictino allí asentado, abrigo y refugio de enfermos y peregrinos. morada de reyes y príncipes, de hijos bastardos y amantes despechadas.

Un medieval noviciado, dedicado a Santa María de Sopetrán, antes visigótico y mozárabe, donde crecen saberes y plegarias, fundado y rehecho por Iñigo López de Mendoza, el afamado marqués de Santillana, a mediados del siglo XV, al estar reducido a la mayor pobreza, como invocan las viejas crónicas. El marqués, poeta y guerrero, hace llegar al monasterio a doce monjes para restaurar el culto divino, originarios del convento vallisoletano de San Benito, y les regala una delicada talla gótica, adquirida en Flandes, destinada a presidir el altar mayor de la iglesia conventual. Una imagen ahora perdida tras su destrucción en la guerra civil de 1936.

Llevado por la apacible y silenciosa belleza del lugar, y con el deseo de inmortalizar las nostálgicas y señoriales trazas del monasterio, Cardedera compone en un muy bello dibujo –trazado con lápiz de grafito, pincel, tinta y aguadas de tono sepia– el empaque de la fachada principal, vista desde el suroeste, donde lucen balconadas y ventanas. Completan tan sugerente escenario un breve y curvo camino, un puentecillo, un edificio subalterno y altos y copudos árboles. El erudito pintor sabe que Sopetrán es una edificación desamortizada, y tiene noticia de su reciente venta, a bajo precio, a don Camilo García Estúñiga, notario de Guadalajara.

En los románticos trazos de Valentín Cardedera se enredan y entretejen historias y leyendas. Según quieren pretéritos manuscritos, allá por el siglo XI de nuestra era, el hijo del rey musulmán de Toledo, Al-Mamun, al regresar con sus tropas de una expedición de castigo contra los cristianos, descansa en este verde y risueño valle de Sopetrán. Lleva consigo, atados con cadenas, varios centenares de cautivos que piensa vender en Argel. La Virgen María, al escuchar ayes y lamentos, se aparece sobre una higuera, orlada de brillantes resplandores, rodeada por ángeles y santos. El joven príncipe queda postrado ante la celestial aparición, mientras los ángeles rompen las cadenas de los atribulados prisioneros y las tropas muslimes huyen despavoridas. El noble musulmán es bautizado y purificado en la llamada Fuente Santa, un manantial tenido por milagroso, donde, desde remotos tiempos, se inmergen niños y enfermos para sanar de hernias y dislocaciones.

En nuestros días, en el lugar de tan portentoso acontecimiento se alza una ermita de áurea piedra, bajo la advocación de Santa María de Sopetrán, edificada en el siglo XVI, cubierta con bóveda de crucería y engalanada de grandes vanos góticos, ornados con bellas tracerías de itálico modo. En su interior, alimentado por la memorable fuente, se abre un estanque al cual se desciende por una breve escalera, también de piedra. Una atractiva evocación de la leyenda de Sopetrán, enraizada en la literatura española a través de los versos barrocos de Tirso de Molina y de Calderón de la Barca. Y revelada al trasluz en el inspirado dibujar de Valentín Carderera.