Emilio Fernández Galiano en la Gran Vía
Emilio Fernández-Granvía pasaría por ministro de Cultura francés, de esos que dejan su firma en un hito y duran lo justo para volver al paredón del folio.
La llamada fue el viernes a la hora del ángelus y en el 45 de la Broadway madrileña, esquina a la de Silva, donde se ha marcado Page una triangular “Oficina de Promoción Turística de Castilla-La Mancha en Madrid”, de título demasiado largo para tiempos de acrónimos y números al revés, con decoración convencional de cerámica anodina a cuyo pie hay que cartelar: “Botijo”, para que se sepa que con ese artefacto se puede beber si lo levantas por encima del gaznate. Mostraba Emilio Fernández-Galiano lo último que había pincelado para estos “3 días de platino”, competencia a los “8 días de oro” que “El Corte Inglés” había colgado en un cartelón de arriba abajo en Callao, cuando ya le están sonando clarines para que apure otros temas de mucha luz y brillos de taleguilla que llegarán casi al mismo tiempo que el apartado del Batán de la primera de feria.
“De Madrid a Sigüenza” han rotulado la exposición, aunque es al revés, pero ya corrió a finales de los treinta un título de libro similar que se continuaba “…pasando por Guadalajara”, etc., y no es cosa de que le metan a uno en batallas lejanas cuando, además, él es un liberal marañoniano, de los zapatos al sombrero. Emilio Fernández-Galiano, por ello, es claro objeto del deseo político y a puro de seguntinismo militante, ha quedado crucificado en el escudo de la ciudad, el de los dos colores. Los del cuartel de fondo rojo -el del águila- le tiraron de una pierna y los del azul –del castillo- de la otra, todo porque coronara sus listas municipales ayer o ahora, sin percatarse los del sokatira que el artista no es un político y menos de los de ahora pues el soñado candidato no tendría inconveniente en alabar a los de enfrente cuando hubiera razón o motivo. Liberalismo, decimos, se llama la cosa, en su caso con un retrato en la biblioteca de señor de azul sobre fondo gris. Su padre, o sea.
Campaneado el ángelus en la cercana iglesia de San Antonio de los Alemanes, bombonera del Madrid oculto, pasaban chez Page torrijas y limonada, viernes de vigilia, por tanto, con resaca de visita a la Zarzuela la víspera y espadazo del sexto Felipe de nuestra historia en el hombro delicado de la alcaldesa, el toque de suerte para que la balsa dulce y salada se patrimonialice en la UNESCO después de que se celebre la Reconquista como hace un siglo, o sea, con Toros. El pintor, con porte más de un Zugaza altofuncionarial que de un Antonio López de pana y pena, encogía el cuello bajo las alabanzas que le caían como aceros toledanos, con su denominación de origen troquelada en la hoja. De fondo, aquí la catedral y ahí el edificio del viejo Banco de Bilbao doblando hacia Alcalá; telones de los teatros de Sigüenza y de Madrid; espiritualidad y materialismo grabados en libros, respectivamente de salmos y de caja.
Emilio Fernández-Granvía pasaría por ministro de Cultura francés, de esos que dejan su firma en un hito y duran lo justo para volver al paredón del folio o el lienzo en blanco y paisajearlo como ahora, con unos verdes campos del edén que no nos había mostrado porque estaban en el fondo del tubo, siempre queda algo en el fondo del tubo y sólo hay que estrujarlo cuando se funden los plomos. A “Galiano”, como firma, le llevan los afectos como a otras por rastrojo y en su recurrente paradoja taurina no hay manera de dejarle coger aire entre serie y serie, que es lo suyo. De momento, en este pre-sanisidro ha tocado pelo esquina al Rey León; mañana, Dios dirá. Claro que, para él, mañana ya fue ayer. Un apoderado caraperro es lo que se necesita en estos casos y de urgencia. Pues pintura hay para jartar.