Encantado de conocerme

03/04/2020 - 16:50 Emilio Fernández Galiano

Los que envejecen van cambiando sus opiniones coincidiendo con las mías; ya saben, lo del sabio-o el diablo- y su edad. 

Hay pautas de comportamiento, normas de educación, que nos obligan a ser correctos en nuestras manifestaciones; bien sobre los demás, bien sobre nosotros mismos, incluyendo la falsa modestia porque algo, algo haremos decentemente. 

Lo que ocurre es que cuando uno cumple con esas normas de convivencia y se topa con quien no las cumple, se encuentra sobre el tapete en desigualdad de oportunidades. Es cierto que la izquierda, por ejemplo, se arrogó desde siempre de una supremacía moral basada en una pretendida solidaridad a la que recurrió al renegar de la religión, por la que la sustituyó, y una teórica excelencia intelectual. Ambas premisas, sin fundamento alguno, cuajaron porque, en este caso sí, practicaron la propaganda con una eficacia que jamás el liberalismo supo ejercer (lo contaba muy bien el guionista y humorista Javier Cansado en un célebre “sketch”). 

De tal manera, en determinados programas de televisión, los entrevistadores estelares que van de “progres” en grupos mediáticos que ganan cientos de millones de euros al año, sitúan su banqueta medio metro por encima del sillón donde se sienta el entrevistado. La imagen, la foto, el fotograma, describe en todo su significado el desequilibrio que antes comentaba, en este caso la propaganda elevada al púlpito del taburete para mirar por encima del hombre.

Hace tiempo que cada vez discuto menos de política si observo que uno de mis contertulios me mira por encima del hombre, digo bien, hombre,  simplemente por instalarse en determinada supremacía. Y, créanme, he conocido a tanta gente tan interesante a uno y a otro lado del plató. Es algo que puede ser por la edad, pero ya no me callo o, por eso mismo, sí. Por igual motivo, los que envejecen van cambiando sus opiniones coincidiendo más con las mías; ya saben, lo del sabio –o el diablo- y su edad. 

Un crítico de arte, frustrado pintor –suele ser habitual-, llamado Louis Leroy, criticó con todo su desprecio una obra de Claude Monet en la exposición que un grupo de artistas independientes organizaron en París. El cuadro, titulado “Impresión, sol naciente”, fue calificado por el crítico como algo “inacabado, informal, efímero, peor que cualquier lienzo manchado”, y aprovechó para mofarse del resto de obras por los mismos motivos y titulando despectivamente su crítica como “Impresionistas”. El cretino, además, ni se dio cuenta de que daba nombre a una de las corrientes pictóricas más revolucionarias de la historia de la pintura. En esa exposición, por cierto, exhibieron también sus obras artistas como Pisarro, Degas, Renoir o Cézanne.

La ventaja de cumplir años es que uno se va conociendo mejor, con sus virtudes y sus defectos y, desde luego, con sus delimitaciones. Somos lo que somos, por nuestra genética, educación, formación, fuerza de voluntad y hasta por nuestros dones y por nuestras miserias. Cada vez menos pretendo cambiar a nadie pero exijo el mismo respeto hacia mi. Y en cuanto a lo que piensen sobre mi o mis cuadros o mi vertiente “intuitivista”, agradezco sinceramente la buena opinión, nacida supongo muchas más veces por el afecto que por el ojo crítico. Soy el primero en saber si voy bien o no. Y si una de mis obras vale más que otra. Pero si surge el agorero de turno sentado en su poltrona elevada, siempre me queda el consuelo de acordarme de Louis Leroy.