España muestra que estás en el cielo
No se trata de homenajear a García Cortázar, uno de los historiadores que mejor han resumido nuestro pasado. Se trata de ubicar en el tiempo y en su dimensión la trascendencia de España respecto a las actuales piruetas con las que algunos pretenden deslumbrarnos.
Cuando estudié a España como nación, hace ya mucho tiempo, siempre entendí y asumí que era un conjunto de territorios unidos por una historia común, de ahí su concepto unitario. No ya desde los reyes católicos, su raíz política, en nuestra prehistoria de la península ibérica las primeras civilizaciones con capacidad de comunicar tejieron nuestra vieja piel de toro consolidándose como una sociedad unida por tantos vínculos como tradiciones, muchas de ellas exclusivas. El asentamiento en estas tierras de los pueblos como el fenicio, el celta, el cartaginés o el griego, pergeñaron hacia el 200 a. C. una parte de la República romana, conformando la Hispania romana.
No se trata de homenajear a García Cortázar, uno de los historiadores que mejor han resumido nuestro pasado. Se trata de ubicar en el tiempo y en su dimensión la trascendencia de España respecto a las actuales piruetas con las que algunos pretenden deslumbrarnos reivindicando no sé qué anécdotas identitarias.
Si existe una coincidencia entre ellas es su fervor crematístico a la hora de ser distintos para ser más ricos. Casualmente, sus reivindicaciones no son tanto por razones de sentimiento si no de interés económico. Ya que, por ejemplo, el hijo del terror vasco amenaza con el desparpajo de un chulapo madrileño determinadas exigencias al “Estado” para alcanzar su propio cortijo. Le contestaría sin rubor, como gobierno español, el inmediato estudio de abolir el cupo vasco tal y como nos exige la Unión Europea. De igual forma, frente a las amenazas del prófugo de saltarnos a la torera los límites que establece nuestra Constitución y la condonación de la deuda que ellos mismos generaron con sus garitos de tómbola, les exigiría, a sensu contario, la devolución total de sus obligaciones financieras y les aplicaría con la rotundidad del imperio de la ley las sanciones pertinentes por sus deudas fiduciarias y personales.
Bajo un extraño titubeo nos hemos acostumbrado a negociar con los que no nos quieren sin imponer nuestros propios criterios y amedrentados por los suyos, no sólo despojándonos de nuestro patrimonio, si no malvendiéndolo. Como apuntaba Benito Pérez-Galdós, con frecuencia veía España como una especie de manicomio en el que sus inquilinos se empeñaban en destrozarlo todo. Otra cosa no, pero el canario conocía nuestras entrañas como el médico las de su paciente.
Lo singular es que esta especie de enfermedad autoinmune no la exportamos a nuestro mayor legado continental como es Hispanoamérica. Al contrario, allí el sentido patrio está muy por encima de cuitas ideológicas y amenazas hemofílicas.
Tras la inevitable comparación y fraternalmente a la idea de Galdós, lo que yo creo, tras el resultado de las últimas elecciones generales, es que estamos en un limbo por el que no nos enteramos de nada. No es que estemos en las nubes, es que tenemos pasaporte sin trasbordo directamente al cielo.