
Feminismo, ni más ni menos
Sostengo que ignorar el binarismo sexual no contribuye a avanzar hacia la igualdad, sino muy al contrario, a consolidar estereotipos y mandatos de género que deberían ser abolidos.
La Vindicación de esta semana, que discurre tras la celebración del Día del Libro y la conmoción provocada por el gran apagón, quisiera ser una invitación a profundizar en los orígenes del feminismo y, con ello, acaso evitar la tentación de reinventar lo ya pensado, debatido e incorporado a la agenda feminista.
En las postrimerías del siglo XIX comenzaba a perfilarse el término feminismo, siendo la periodista y sufragista francesa Hubertine Auclert quien lo empleó por primera vez en 1882 con el significado que hoy le damos, el de la igualdad entre los sexos, entre las mujeres y los hombres.
Con anterioridad, según la historiadora Karen Offen, profesora de la Universidad de Stanford, que investigó extensamente sobre la cuestión, el vocablo «féminisme» aparece en un tesis doctoral de Medicina de 1871 para describir a varones enfermos de tuberculosis que presentaban debilidad de carácter, una cualidad asociada a las mujeres (en fin, véase cómo operaban -y lo siguen haciendo- los estereotipos de género). Pero la guasa no termina aquí, pues un año más tarde Alexandre Dumas hijo --el escritor de La dama de las camelias- calificó satíricamente de feministas a los hombres que apoyaban los derechos de las mujeres, abundando de esta manera en su connotación peyorativa.
Sin embargo, las sufragistas francesas, entre ellas la destacada Eugénie Potonié-Pierre, se reapropiaron del término y, en 1892, organizaron el primer congreso de la historia que se denominó feminista, convirtiéndose desde entonces en un concepto clave en los discursos sobre la emancipación de la mujeres. Tan es así que la voz se incorporó al Diccionario de Inglés Oxford en 1894, y en España la RAE lo incluyó en su diccionario en 1914.
En los rastreos que he llevado a cabo en la prensa histórica de nuestra provincia, aquella que más influía en la opinión pública alcarreña de la época, la alusión más antigua al feminismo data de 1898, si bien todavía desposeída de su fuerza política, lo cual revela tanto la novedad de la expresión como las resistencias que generaba.
Asociación para la Enseñanza de la Mujer, 1928 (creada en 1870). Fuente: Estampa.
Cuatro años después, encontramos en la hemeroteca dos posturas contrapuestas. De un lado, en el periódico La Región, con motivo de la aprobación de un Real Decreto por el que se permitía a las mujeres pudiesen participar como vocales en las juntas provinciales y locales de enseñanza -eso sí, únicamente en calidad de madres de familia-, se recurre a la ironía al afirmar que «De esto a conceder (…) el derecho político de electoras y elegibles no hay gran distancia», advirtiendo a los «esforzados varones» de que deberán emplearse si no quieren «que os suplanten en vuestros puestos tradicionales, si no queréis ver una estadista con faldas, un concejal peinado a la Merode, un diputado con novio».
Y frente a estas apreciaciones críticas y asombradas ante los tímidos, por no decir exiguos, cambios sociales que empezaban a protagonizar las mujeres españolas, nos topamos con la siempre inmensa Isabel Muñoz Caravaca, cuya biografía no detallaré por haber dedicado numerosos artículos a su vida y obra. Como ella misma decía, «Que proteste el que quiera, si es de los que se alarman de los progresos del feminismo (…)».
En este caso, manifestaba su satisfacción ante el singular hecho de que se estuvieran abriendo escuelas nocturnas de adultos (entiéndase adultos en su literalidad: alumnado masculino) dirigidas por maestras, como era la suya de Atienza. Muñoz Caravaca consideraba, sin duda, muy valioso que una mujer, «uno de estos seres que tienen cabellos largos, y llevan faldas y saben coser», estuviera al frente de una iniciativa educativa que «desenvuelve a los que a ella asisten, profesores y alumnos, la noble ambición de saber, enlazándolos estrechamente en las grandes ideas de la cultura y de la instrucción popular».
Vamos finalizando esta columna con un hombre a quien la gran Mary Nash definió como nuestro Stuart Mill español. Se trata de un jurista y catedrático vinculado al regeneracionismo y al krausismo (fue discípulo de Giner de los Ríos) y que, además -perdónenme aquí la debilidad, que seguro comprenderán- fue senador por Oviedo. Me refiero a Adolfo González-Posada y Biesca (1860-1940), quien solía simplificar su firma como Adolfo Posada.
Fue tal vez Posada la persona que más contribuyó a popularizar la palabra feminismo en España, tanto que, en 1899 publicó un libro titulado precisamente así, Feminismo, en el que defendía abiertamente la coeducación y el sufragio femenino y, también, analizaba la desventaja jurídica en la que vivían las mujeres.
La lectura de este libro constituye un acto de reafirmación en las raíces ilustradas y racionalistas del feminismo; es decir, en la constatación empírica y científica de la existencia del sexo biológico de la especie humana sobre el cual se ha construido, de forma injusta e intolerable, la desigualdad más primaria, la de las mujeres respecto a los hombres.
En relación a ello, con acierto Posada se preguntaba «¿Qué dominación no parecerá natural a quien la ejerce?». Por ello sostengo -como también lo hacen muchas feministas hoy cuestionadas o directamente canceladas- que ignorar el binarismo sexual no contribuye a avanzar hacia la igualdad, sino, muy al contrario, a consolidar estereotipos y mandatos de género que deberían ser abolidos.
Releer Feminismo es un ejercicio de memoria y, desde la distancia de los años, de inspiración. Nos recuerda que las conquistas de las mujeres tienen un largo recorrido y que el movimiento feminista, para no decaer en su empeño emancipador, necesita reconocer sus fuentes para reclamar con fuerza la dignidad y la libertad de las mujeres.