La indiferencia


No son dádivas, ni generosidad de las clases altas sobre las demás. Se trata, sencillamente, de justicia social, de redistribuir la riqueza, de no ahogar el sentido de libertad a fuerza de la desigualdad.

El 8 de abril de 1905, durante las obras de ampliación del Canal de Isabel II de Madrid, tuvo lugar el hundimiento del que iba a ser su tercer depósito. Este hecho provocó heridas graves a sesenta obreros ˗muchos de los cuales ya no pudieron volver al tajo ˗con lo que esto suponía en una sociedad sin apenas coberturas sociales˗ y costó la vida a treinta personas. Cinco de ellos eran originarios de nuestra provincia, Guadalajara.

Entonces, la migración del medio rural hacia los núcleos urbanos era un fenómeno imparable protagonizado por numerosos jóvenes que abandonaban el campo en busca de trabajo y nuevas oportunidades en la ciudad, así como por muchachas que encontraban empleo en el servicio doméstico de las familias pudientes de las urbes.

El Canal era una infraestructura fundamental para el abastecimiento de agua en la capital de España, pero también se convirtió en símbolo de la precariedad laboral de la época. Su construcción implicó la contratación de mano de obra, en gran proveniente del éxodo rural, que no siempre contaba con formación técnica y que apenas disponía de protección frente a los riesgos del trabajo. 

El trágico suceso conmocionó a la sociedad madrileña y el entierro de las víctimas se convirtió en una manifestación multitudinaria de duelo, pero también de reivindicación de unas condiciones de trabajo dignas. Pablo Iglesias, fundador del PSOE y de la UGT, pronunció un breve, pero intenso discurso denunciando la falta de seguridad laboral y poniendo de manifiesto lo poco que importaba la vida de las personas más humildes, aquellas sobre cuyas espaldas se construía el progreso, finalizando de la siguiente manera:

«Yo os pido que la ira que sentís, que el dolor que os embarga y que el sentimiento de venganza que os domina, los convirtáis en voluntad y energía para trabajar infatigablemente por vuestra organización y vuestra mejora hasta que llegue el día en que se arranque de cuajo la causa de tantos males y dolores».

Pablo Iglesias dirigiéndose a los obreros antes de disolverse la manifestación. Fuente: Nuevo Mundo, 1905.

Entonces, el movimiento obrero se estaba consolidando como fuerza política y social, algo que conviene no olvidar ˗más en este año en el que se cumplirá el centenario de la muerte de Pablo Iglesias Posse y 175º de su nacimiento˗, una figura indispensable para entender la historia de nuestro país y muy respetada por sus adversarios políticos, pues su legado no solo fue político, sino también profundamente humano.

Si algo hemos aprendido las feministas a lo largo de nuestra historia es que nadie nos regala derechos y que si no clamamos por lo que nos corresponde, nadie lo hará por nosotras. Solo se conquistan luchando. Lo mismo sucede con los derechos alcanzados por la clase trabajadora. No son dádivas, ni generosidad de las clases altas sobre las demás. Se trata, sencillamente, de justicia social, de redistribuir la riqueza, de no ahogar el sentido de la libertad a fuer de la desigualdad.

En Guadalajara, una de las voces que se alzó con desgarro para expresar el dolor y la indignación con lo ocurrido fue la maestra y articulista feminista Isabel Muñoz Caravaca. En una de sus columnas de opinión en Flores y Abejas recordaba al Nino, que era como cariñosamente llamaban a Valentín Cabellos, quien fue alumno suyo en la Escuela de Adultos de Atienza y que en el esplendor de su juventud perdió la vida en el derrumbe del Canal.

En su artículo, Muñoz Caravaca lamentaba la indolencia hacia las muertes de los trabajadores, a los que nadie les reconocía ni heroicidad ni epitafios elogiosos. No eran más que pobres, gente del montón, obreros. Es por esta razón que quiso homenajear a su antiguo discípulo a través de sus palabras, pues valía para ella «incomparablemente más que cualquier señor con títulos, de esos que al nacer se encuentran ya resuelto el problema de ganar el cielo andando en coche».

Ciento veinte años más tarde, hay cosas que por desgracia no han cambiado. Las lágrimas y la desolación de los padres de Nino son las mismas que las de los padres de las chicas y chicos que perecen en el Mediterráneo y en otras rutas migratorias plagadas de peligros. Si en aquellos momentos la migración principal era del campo a la ciudad, hoy lo es a escala internacional. 

El contexto es distinto, pero las causas siguen siendo la desigualdad y la miseria. Asimismo, los sentimientos de pérdida e impotencia permanecen idénticos.  Las y los «Ninos» de antes y de ahora, que abandonaron sus hogares para ocupar trabajos mal pagados y a menudo inseguros y que, sin embargo, proporcionaban a sus familias remesas que para ellas constituían verdaderos capitales. Ya lo decía Isabel Muñoz Caravaca: «El jornal que ganaba era para sus padres una fortuna».

Cambian los nombres, los acentos, las fronteras… pero el dolor es el mismo. La indiferencia parece que también. Por eso, de mi padre y su lucha sindical siempre tendré presente que recordar no es anclarse en el pasado, sino afrontar el presente con una mirada más lúcida para no olvidar que cada derecho alcanzado, cada mejora en el trabajo y en las condiciones de vida ha tenido un coste, un sacrificio que ha de compensarse con conciencia y memoria.