Disculpen, no es transfobia


No procede una explicación de la transexualidad que implique renunciar a la existencia del sexo femenino, de la mitad de la humanidad.

La gran referente del pensamiento feminista español, Celia Amorós, conceptualizó a la perfección las «alianzas ruinosas» del feminismo, aquellas relaciones establecidas para conseguir conjuntamente un mundo mejor, pero que, como señala Alicia H. Puleo, se olvidan de las mujeres, o postergan sus reivindicaciones de libertad e igualdad, cuando llega «el momento de la reorganización social y del cumplimiento de las promesas».

Así ha ocurrido con una parte −tal vez la más visible− del colectivo LGTBI, aunque justo es decir que no todo. A esta fracción a la que aludo, imbuida en gran medida por la denominada teoría queer y sus ramales, le resulta problemático aceptar el sistema sexo-género (elemento central de la teoría y praxis feminista para comprender la desigualdad estructural entre mujeres y hombres), el cual analiza cómo a partir del sexo biológico (una realidad material y constatable) se construye un entramado de estereotipos, mandatos, roles y normas denominado género. 

Por todo ello, partiendo de la premisa de que la transexualidad siempre ha estado presente y que las personas de este grupo social de ningún modo deben vivir discriminadas y estigmatizadas, considero que no procede una explicación de la transexualidad que implique renunciar a la existencia del sexo femenino, de la mitad de la humanidad, ya que siendo el género un mecanismo que apuntala la subordinación de las mujeres resulta difícil entender que este se pueda convertir en una identidad; y más difícil todavía que el sexo, una certeza biológica, quede reducida a una performatividad o a un constructo cultural mutable y elegible. 

Atreverse a sostener que los seres humanos son sexualmente binarios, es decir, hombres y mujeres (machos y hembras si lo prefieren), y que esto solo tiene un fin, que es que la humanidad pueda reproducirse sin que estas diferencias deban condicionar el acceso a la igualdad plena entre mujeres y hombres (para lo que es preciso la derogación efectiva del género) se ha convertido en una acción arriesgada. Esta afirmación, que no requiere más observación y lógica que la de que la tierra es redonda o que el Sol se levanta por el este, ocasiona en algunas personas e instituciones perplejidad, pero también insultos, difamaciones y lo que es peor en una sociedad democrática, la cancelación pública de quienes defienden la materialidad del sexo.

Plataforma Son Nuestros Hijos en el desfile del Orgullo (2013). Fuente: Eldiario.es

Nada más alejado de un enunciado existencialista que la apelación a la biología. Las mujeres no nos sentimos mujeres, es que hemos nacido así, con sexo femenino y con toda la carga machista que el género conlleva. Sin embargo, expresar que las mujeres no somos un sentimiento, ni un conocimiento íntimo autodeclarativo se ha convertido en la herejía del siglo XXI. Ahora, en vez de herejes o brujas, nos esputan tránsfobas cada dos por tres.

Por eso las feministas decimos que negar la categoría sexo como elemento de análisis borra a las mujeres, pues nos deja sin herramientas para detectar la desigualdad, proponer medidas para combatirla y medir la eficacia de la decisiones adoptadas. No rechazamos la transexualidad, sino las interpretaciones que de la misma se hacen desde los postulados queer, así como ese neolenguaje que comporta un borrado de las mujeres cuando nos designan personas gestantes, seres menstruantes o cuerpos feminizados.

Admito que podría estar equivocada; no soy tan soberbia como para pensar que enarbolo una verdad absoluta. Pero hemos llegado al punto de que formular cualquier crítica a lo queer y sus derivaciones, sobre todo las de carácter normativo, se entiende como transfobia. Confundir la crítica con lo transfóbico, qué quieren que le diga, me parece hiperbólico, inútil y cretino. Es más, viendo los vituperios que reciben las mujeres que mantienen lo mismo que he expuesto en esta vindicación, diría que la fobia se ejerce contra nosotras (vamos, la misoginia de siempre).

Creo que fue hace dos semanas cuando hice unas declaraciones en las que quise mostrar algo tan poco sedicioso como mi apoyo a los miembros del colectivo LGTBI que luchan por sus derechos sin menoscabar los de las mujeres, refiriéndome de manera explícita a la abolición de la prostitución, de los vientres de alquiler y del género. Ante esto se puede discrepar, faltaría más, pero no está justificada la reacción de odio que se desató en las redes sociales cuando el vídeo se viralizó y que intencionadamente azuzaron los más altos dirigentes del partido político al que pertenece la que ha sido, siempre en mi opinión, la peor ministra de Igualdad que ha tenido nuestro país.

Por el contrario, la ola de solidaridad y sororidad con un sencillo y obvio discurso fue extraordinaria a pesar de los ataques que recibimos. Miles de mujeres (también hombres) de distintos partidos políticos, edades, procedencias y ocupaciones alzaron su voz contra los intentos de desprestigiar la agenda feminista que, generación tras generación, llevamos elaborando desde hace trescientos años. Por desgracia, no he sido la primera en ser señalada por el dedo acusador de la nueva Inquisición (inqueersición se oye), ni creo que sea la última, pero tengo la impresión de que cada vez estamos menos amordazadas.

Sé que en mi partido, el PSOE, hay gente que ha asumido el discurso identitario como eje de la política pública, lo cual no me indignaría si no fuera porque algunas de esas personas llevan tiempo señalando y hostigando a feministas socialistas históricas que tanto han contribuido a los grandes avances conceptuales, legislativos e institucionales en materia de igualdad y feminismo. 

También soy consciente de que como senadora tengo una responsabilidad y una visibilidad de la que carecía hace tan solo un año, cuando me encontraba fuera de la escena política dedicándome a mi trabajo como gestora cultural y trabajadora social. Les aseguro que más tranquila viviría sin alinearme con los «discursos malditos» (a mucha honra), opción que ya ha comprometido la trayectoria política de valientes compañeras. Pero no quiero callarme, ni que me acallen. Lo que digo ni es novedoso ni revolucionario, tan solo es la voz de muchas, muchísimas mujeres silenciadas por el miedo (no exagero. Estoy hablando de verdadero terror a decir lo que se piensa debido las campañas de descalificación e, incluso, apartamiento). 

Es muy legítimo que haya personas que no opinen como yo, pero no lo es menos el derecho de las feministas a manifestar nuestros planteamientos libres de miedo, agresividad y misoginia entreverada de modernidad. ¡Basta ya! Basta de insultos, cancelaciones y señalamientos. Basta de atacar a las feministas. Basta de cuestionar a las mujeres.