Fueron los celos
Tan interiorizado tenemos que los celos acompañan al amor verdadero que hasta uno de mis santos favoritos desde pequeña, Isidro, se vio envuelto en un enredo que desembocó en un milagro.
Aunque la industria hollywoodiense nos ha vendido que el amor romántico es un sentimiento universal, inmutable, estático, lo cierto es que se trata de una construcción enormemente compleja que posee tanto una dimensión social como cultural que varían en función de los pueblos y el tiempo histórico. Así, nuestros sentimientos están determinados por la sociedad en la que vivimos, actuando como moldeadores principales los relatos que se transmiten a través de la mitología, las canciones, la literatura, los audiovisuales, etc.
El amor como sentimiento está muy bien, aunque cuando se sustenta en los denominados mitos del amor romántico, más que una emoción liberadora constituye un sedante ante problemas tan serios como la violencia machista y otras manifestaciones de la desigualdad entre mujeres y hombres. Estos mitos nos hacen creer que el amor no puede ser dañino, a pesar de que cuando implica control, dependencia, culpabilidad y resignación no es sino un velo opaco que oculta una relación destructiva y la anulación de la individualidad.
Uno de los mitos más aceptados entre adolescentes y jóvenes es del de los celos, los cuales se presentan como una intensa expresión del amor cuando en realidad son una manera de vigilar a la pareja y de coartar su libertad. De hecho, el control es uno de los primeros pasos del ciclo de la violencia género, además de que ahonda en estereotipos sexistas como el de no sentirse una persona completa si no es con pareja o que si se ama debe renunciarse a la intimidad.
En mi caso, supongo que por una cuestión generacional, al hablar de los celos no puedo evitar tatarear esa canción de La Unión que decía cosas como «Perdona si mis palabras te han hecho llorar, si de algo soy culpable es de amar (…). Fueron los celos y no yo, si de algo soy culpable es de amor (…). Solo pretendía guardar algo de mi posesión. Fueron los celos, fueron los celos». Siempre me ha gustado esta canción y como no creo en la cancelación cultural me sigue gustando, si bien ahora soy capaz de escucharla con un sentido crítico que en mi juventud tenía menos agudizado.
Tan interiorizado tenemos que los celos acompañan al amor verdadero que hasta uno de mis santos favoritos desde pequeña, Isidro, se vio envuelto en un enredo que desembocó en el conocido como «milagro de los celos de san Isidro», aunque la verdadera protagonista no fue él sino su mujer, santa María de la Cabeza.
En torno al cambio del siglo XI al XII, el santo labrador, patrón de quienes se dedican a la agricultura, se casó con María Toribia −la única santa nacida en la actual provincia de Guadalajara, concretamente en Caraquiz, población perteneciente al municipio de Uceda−, formando una familia muy pía junto a su único hijo, Illán, que también obtuvo la santidad.
Una vez que el vástago ya estaba criado, Isidro y María llegaron al acuerdo de separarse para así dedicar todo su tiempo a la oración y a la vida contemplativa, quedándose el marido en Madrid y retirándose la esposa a su lugar natal, donde se ocupó de la limpieza, el ornato del altar y el mantenimiento del fuego sagrado de la ermita de su venerada Señora de la Piedad.
Allí en Caraquiz transcurría plácidamente la vida de la santa cuando a Isidro le llegaron rumores de que el cuidado de la ermita no era más que una excusa de su mujer para pasar el tiempo con unos pastores. Las dudas le ofuscaron y, sin decir nada, tomó la decisión de trasladarse a las vegas del Jarama para espiar a María Toribia.
Sin embargo, lo que presenció en nada se parecía a sus sospechas: para llegar al templete de la Piedad, María tenía que cruzar las turbulentas aguas del rio, para lo cual, tocada con un velo blanco y portando en una mano una antorcha y una alcuza de aceite para prender las lamparillas de la ermita en la otra, echó su manto sobre el agua y subida al mismo llegó a la otra orilla. Qué bochorno debió sentir Isidro en ese momento; él recelando de la virtud de María y ella mostrándole la taumaturgia de andar sobre el Jarama.
El matrimonio continuó con su singular separación hasta que san Isidro enfermó de gravedad y santa María acudió a Madrid para atenderle hasta su fallecimiento. Tras el óbito, dado que su hijo también había muerto, regresó a su tierra de nacimiento para proseguir con la labor de santera, ampliando su devota actividad a otras ermitas de la zona dedicadas igualmente a la Virgen. Se dice que cuando le llegó la hora, María fue enterrada a los pies del altar de su querida Virgen de la Piedad, pero sin la cabeza, que fue tomada a modo de relicario motivando el sobrenombre de la Cabeza (otra explicación es que lo de la cabeza alude a la toponimia del lugar de su retiro).
Es evidente que la reconstrucción de las vidas de estos personajes se sustenta más en la tradición y en las leyendas que en fuentes históricas veraces. Aun así se cree que santa María de la Cabeza era de origen judeoconverso y aunque de san Isidro siempre se ha comentado que provenía de una familia mozárabe, en las últimas publicaciones sobre el tema se apunta a que podría haber tenido ascendentes moriscos radicados en Mayrit, el Madrid musulmán. Quizás estas circunstancias de no proceder de cristianos viejos les impeliesen a demostrar su fervor con mayor ardor.
El caso es que los dos santos adquirieron gran popularidad mucho antes de subir a los altares. Su fama era tal que en 1617 Lope de Vega dramatizó la vida y milagros de la pareja, aunque mientras que Isidro fue canonizado en 1622, María de la Cabeza no alcanzó la condición de santa hasta 1752. ¡Hay que ver!