La ciudad de los canes


En Guadalajara, la protección ordenada de animales y plantas llegó de la mano de una de las profesoras de la Escuela Normal de Maestras, Carmen Oña Esper, que arribó a nuestra ciudad en 1913 introduciendo métodos pedagógicos innovadores.

El bienestar animal constituye un tema de cada vez mayor preocupación para los seres humanos, los autodenominados seres racionales pese a la poca sesera que implica hacer peligrar, como sucede ahora, la propia existencia de la especie.

Pero, para no irnos por derroteros ajenos al objeto de esta columna, quedémonos en nuestra «ciudad de los canes», manera en que era conocida a comienzos del siglo XX Estambul y que un articulista de Flores y Abejas, de nombre Julián Muñoz, tuvo a bien aplicar a Guadalajara allá por 1904.

Parece ser que la cantidad de perros que deambulaban por las calles guadalajareñas era tan excesiva que además de suponer una molestia a los habitantes de la ciudad, empezó a percibirse como un problema de salud púbica. Para solventar este inconveniente, el Ayuntamiento quiso poner en marcha medidas tan expeditivas como infructuosas, pues la población perruna continuó siendo abundante por muchos años.

Entre los distintos métodos que se intentaron comentaremos el de que los perros con casa a la que volver llevaran bozal y no solo para evitar posibles mordeduras, sino para que no se comieran una especie de morcillas venenosas con las que el consistorio pretendía reducir el número de perros callejeros.

Viñeta critica con la labor de las protectoras de animales publicada en Guadalajara. 1927. Fuente: La Palanca.

En la vindicación «La tarde se ha puesto triste», del 5 de agosto de este mismo año, hablamos de la aparición en 1924 de la Federación Ibérica de Sociedad des Protectoras y Plantas, que tuvo entre sus iniciativas más bellas la creación de las Ligas de la Bondad, dirigidas a grupos de escolares que hacían «el voto, y practicarlo, de tratar con benevolencia a todo ser viviente».

Pues bien, ese deseo de respetar a los demás seres vivos también estuvo presente en nuestra ciudad, demostrando con ello que este no es un asunto de la postmodernidad, sino que ancla sus raíces en tiempos antiguos. En Guadalajara, la protección organizada de animales y plantas llegó de la mano de una de las profesoras de la Escuela Normal de Maestras, Carmen Oña Esper.

Esta docente, natural de Sanlúcar de Barrameda, arribó a nuestra ciudad en 1913 introduciendo métodos pedagógicos innovadores desde su Sección de Ciencias. Sirva de ejemplo la excursión que en 1915 realizó con sus alumnas al Ateneo de Madrid, razón por la que se le incoó un expediente (que, afortunadamente, se sobreseyó unos meses después) por haberse tenido que quedar a pernoctar al perder el tren de regreso.

Oña Esper era una mujer de vanguardia, no me cabe duda. Fue una de las primeras alumnas en estudiar bachillerato presencialmente (lo aceptado era que las pocas chicas que lo cursaban, lo hicieran por libre). Sin embargo, la hostilidad de sus compañeros, que llegaron a dedicarle una sonora silbada, hizo que se trasladara de Sevilla a Madrid.

En la capital de España concluyó sus estudios medios para luego ingresar en la Universidad Central, donde se licenció en Filosofía y Letras. Este hecho también fue inusual, pues el acceso de las mujeres a la universidad era tan dificultoso que lograrlo constituía una verdadera proeza (mejor no hablemos de los impedimentos que luego se encontraban para ejercer la profesión elegida).

Como ya se ha dicho, Carmen Oña fue la principal impulsora de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas en Guadalajara, cuya misión cada vez ganaba más simpatías. Esta organización elevó quejas a la alcaldía sobre la crueldad con la que eran tratados los animales, sobre todo las caballerías, y también inició en 1928 una tenaz campaña con un objetivo principal: acondicionar el Torreón del Alamín para que diera cobijo a los perros vagabundos.

Más adelante, se creó el Patronato Provincial para la Protección de Animales y Plantas, del que nuestra amiga Carmen Oña era la vicepresidenta (la presidencia recaía en el gobernador civil). Allí, Oña Esper dio cuenta de un dinero donado por un filántropo inglés con el fin de construir un dispensario, con gabinete quirúrgico incluido, para animales.

El entusiasmo de Carmen Oña Esper fue calando en la sociedad guadalajareña y así, en 1930, el Ayuntamiento decidió adquirir una máquina para dar muerte a los perros de un modo más piadoso a como se venía haciendo. Dicho artilugio era para electrocutar a los perrillos del torreón del Alamín… me van a tener que disculpar poque me quedé sin ánimo de indagar cómo se llevaba a cabo el sacrificio con anterioridad a este procedimiento.

Lo cierto es que es posible concluir cómo, una vez más, las mujeres avanzadas en el ejercicio de sus derechos, también los fueron con otras vidas. No se debe ello a una especial sensibilidad consustancial a la mujer, sino a que figuras como la de Oña Esper tuvieron la determinación de romper algunos eslabones de la cadena del patriarcado, el cual naturaliza la violencia y la dominación como formas legítimas de relación.