La mano torcida de Dios

28/11/2020 - 11:08 Emilio Fernández Galiano

‘El Pelusa’ aglutinaba en su pequeña estatura todos los elementos para crear una gran historia, todo un personaje, no solo un mito o un ídolo.

POR EMILIO FERNÁNDEZ GALIANO

Los mitos suelen serlo porque mueren jóvenes. La iconografía pop, principalmente norteamericana, está plagada de ejemplos. Marilyn, James Dean, Elvis, Kennedy o Bruce Lee, por citar algunos, alcanzaron la fama muy pronto y murieron tempranamente. En la maceración del cóctel son imprescindibles dos factores, fama y juventud. La muerte siempre es trágica pero cuando, además, es inesperada, resulta conmovedora

Diego Armando Maradona no era tan joven, ni su fallecimiento del todo inesperado ni prematuro. Pero ‘El Pelusa’ aglutinaba en su pequeña estatura todos los elementos para crear una gran historia, todo un personaje, no sólo un mito, o un ídolo, generó su propia religión. Nunca se discutió utilizar al Altísimo en vano y ni el mismo Papa, compatriota de nuestro protagonista, se atreve a discutir la mezcla terrenal con lo Divino.

Maradona nació pobre, anónimo, en barrio mísero y escasísimos recursos. Pronto, demasiado tal vez, llegó a ser famoso e inmensamente rico, triunfador y espejo de una sociedad desestructurada. La aventura soñada por cientos de miles de pibes y otros cientos de miles de papás de esos pibes. Hasta convertirse en emblema y santo y seña de su país por encima del propio presidente. No es éste el rincón para valorar sus mágicas habilidades futbolísticas, sin duda únicas. Me quedo más con el fenómeno, con la persona.

Aún habiendo sido el mejor jugador del mundo resulta paradójico concluir que no fue el hombre feliz que se esperaba ante tanto talento. De ahí su caída a los infiernos. Es difícil administrar tantas virtudes a tan temprana edad. Lo mejor, lo fácil, es quedarse con el futbolista, ahondar en la persona puede generar múltiples conflictos, como los que él vivía.

En Maradona confluyen las contradicciones de nuestra sociedad y es el mejor ejemplo de cómo en ocasiones preferimos llevarnos por el gozo que por la valoración moral de un comportamiento. Parece de mal gusto traer a colación, en estos momentos, cuando su cadáver está siendo venerado por la multitud, los renglones torcidos de la “mano de Dios”, por todos conocidos. Y cómo su vida privada ha podido justificar a muchos de sus incondicionales. Tal vez practicamos un ejercicio de caridad o perdón, pero a mi me gustaría que esa caridad fuera aplicada con todos, sin que el beneficiado tenga que ser una estrella del balón, de la música o del cine, sino, simplemente, un ser humano.

No voy a manifestaciones, ni participo en multitudinarias demostraciones de fervor político o religioso, hasta me da pereza en ocasiones el aborregamiento de un público que en su fanatismo se vuelve medio idiota en los estadios. Pero sé valorar las virtudes de los demás y perdonar sus defectos. O al menos lo intento. Y en eso estoy.