La mansedumbre española
Envidio sin disimulo las muy numerosas aficiones que acompañan a sus respectivas selecciones.
Busco antónimos del término “furia” y de los pocos que aparecen el más acertado para lo que quiero explicar es el del título de este artículo, por más que personalmente me parezca más apropiado a “bravura”. Antes, efectivamente, hace un siglo, a nuestra selección de fútbol se la bautizó como la “Furia Española”, por sus triunfos para participar en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920. Sin duda se acuñó rememorando la hipotética sublevación de las tropas españolas en aquélla ciudad durante mitad del siglo XVI, los tercios de Flandes al mando del Duque de Alba. Los holandeses se encargaron de tergiversar la historia achacando los cientos de víctimas a la crueldad de nuestros soldados cuando en realidad la mayor parte de los fallecidos los provocó un gran incendio de la ciudad. La leyenda negra que acompañó a Felipe II durante su reinado y que proseguiría hasta nuestros días.
Ricardo Zamora, Belauste, Silverio Izaguirre o Pagaza, héroes del balón, vengadores de nuestras derrotas militares de antaño en los Países Bajos. No sé si dicha leyenda ha generado la poca pasión que, al contrario de lo que ocurre en el resto de aficiones, existe en torno a nuestra selección, pero desde las narraciones épicas de Matías Prats (padre) o, más tarde, José Ángel de la Casa, hasta nuestros días, el fuego de esa pasión se ha convertido en ascuas, como si de una historia de amor se tratara. La actualmente conocida por “la Roja”, parece que no inspira un sentimiento común para regocijo de los “indepes”. Más allá de su anecdótica influencia por el número de nacionalistas, hay una corriente bastante generalizada que desdeña nuestro equipo nacional a favor de los clubs. Como si fueran excluyentes, ¡qué error!
Tampoco anima la escasa simpatía de un entrenador que, a diferencia del amable Del Bosque, manifiesta sin pudor sus narcisismos y extravagancias, incluidas las de denostar al principal equipo español en títulos y seguidores. Comportamientos así poco ayudan a aglutinar aficiones, al contrario, motivan diferencias innecesarias y absurdas comparaciones. Envidio sin disimulo las muy numerosas aficiones que acompañan a sus respectivas selecciones, por muchos kilómetros que haya por medio, la ilusión de los aficionados y las lágrimas de los seguidores tanto si ganan como si pierden, la euforia con que celebran los triunfos, la unión en torno a una causa común. Qué maldición nos atenaza para no disfrutar de la nuestra de la misma manera.
Recuerdo con nostalgia la inmensa expectación creada por nuestra participación en el mundial de Sudáfrica, sólo comparable a la intensidad de las celebraciones. En cada rincón de España las banderas ondeaban al aire como la alegría de la música o con la libertad de poder volar. Ayer la guardia urbana de Barcelona interrumpía una retransmisión en una pantalla gigante impidiendo a los seguidores poder ver el partido de España frente Croacia. Me acordé las palabras de Julio César a su hijo cuando éste le reprochó tánto odio: “Tus defectos como hijo son mis fracasos como padre”.
Algo habremos hecho mal. Un buen hijo no lo es casi nunca por casualidad. Es la consecuencia de una buena educación y algo de suerte, pero sólo algo. Los hijos de la patria se revuelven ahora contra el presidente del gobierno porque no ven en él modelo alguno, si no la vanidad de continuar en el poder a cualquier precio.
La Roja lucha ahora por reconquistar una ilusión perdida. Como los de la Furia Española en Amberes. Tal vez porque nos planteamos nuestro proyecto nacional en batallitas oportunistas y no como la continuidad de una herencia común del Estado más antiguo de Europa. ¡Aupa, Selección!!!