La riqueza de la tierra pobre que anduvo y vio Ortega y Gasset


Ortega y Gasset contrastó la evidente pobreza material de aquellas tierras guadalajareñas y sorianas con la extrema riqueza literaria que supone el hecho de que por ellas discurra una parte notoria del Cantar del Mío Cid.

José, Don José, Ortega y Gasset es, junto a Miguel, Don Miguel de Unamuno, el filósofo español más relevante de la primera mitad del siglo   XX. Su filosofía perspectivista se asienta en dos grandes pilares: la razón y la vida, lo que algunos nominalistas bautizaron como el raciovitalismo. A la hispana, porque, aunque Ortega fue una especie de culturalista filosófico tributario del vitalismo de Nietzsche, del historicismo de Dilthey, del neokantismo de Cohen y Natorp y de la fenomenología de Husserl, también es muy notoria la influencia en su pensamiento del existencialismo del ya citado Unamuno y de la filosofía educativa y del krausismo pragmático de Giner de los Ríos. El gran torrente de ideas que es el pensamiento orteguiano necesitaba muchos veneros para poder fluir, caudaloso como el Ebro y largo como el Tajo. La relevancia e importancia de la filosofía orteguiana en España en el siglo XX es tal que algunos de sus ensayos,  especialmente “La rebelión de las masas” y “España invertebrada”, son los que más profundizaron en el análisis de la razón y la acción sociopolítica nacional, aunque condicionándolas solo con levedad porque fue demasiado jacobino para los centrífugos y demasiado crítico tanto para estos como para los centrípetos. Ustedes ya me entienden con lo de centrífugos y centrípetos porque, en ese sentido de la vertebración de España, han cambiado poco las cosas, aunque parezca que han variado mucho. Eso sí, a Ortega, últimamente ya no le cita casi nadie, cuando hubo unos años, sobre todo los de la Transición, en que sus reflexiones eran casi citas obligadas. Es más, ningún artículo que se preciara de ser mínimamente  sesudo, ni ninguna conferencia que quisiera estar a una cierta altura, podían prescindir de la cita orteguiana de turno, cuanto más rebuscada mejor.

¿Y qué pinta hoy Ortega en este Guardilón que suele tener tan centrípeta inclinación guadalajareña y guadalajareñista? Pues que yo también echaba de menos citarlo y un reciente viaje a las tierras hermanas de Soria me ha recordado aquella invocación, para mí magistral, de sus Notas de andar y ver, dentro de El Espectador, en la que unía así a ambas provincias castellanas por compartir extrema pobreza y riqueza: “¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!… ¿Habrá algo más pobre en el mundo? Yo la he visto en tiempo de la recolección, cuando el anillo dorado de las eras apretaba los mínimos pueblos en un ademán alucinado de riqueza y esplendor. Y, sin embargo, la miseria, la sordidez triunfaba sobre las campiñas y sobre los rostros como un dios adusto y famélico atado por otro dios más fuerte a las entrañas de esta comarca. (…) Pero esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros, como el evangélico azeldama, ha producido un poema-el Myo Cid- que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo”.

¿Se puede definir mejor a ambas tierras hermanas, aunque adscritas a dos comunidades autónomas distintas, cuando sus tierras limítrofes-las Sierras de Pela y Ministra- son prácticamente idénticas en tantos casos y cosas? Evidentemente, entre la Soria del sureste y la Guadalajara del noreste de ahora y las de hace un siglo, cuando Ortega anduvo, vio y escribió así sobre estas tierras, hay muchas diferencias materiales, pero su paisaje y su alma, que es lo que verdaderamente permanece, siguen incólumes e inalterables. Hay muchos menos hombres y menos hambre que entonces, eso es verdad. Los hombres-me refiero a la especie y no al género- se vieron obligados a marchar de estas tierras en busca de otras de mejor fortuna, despoblando -que no vaciando, pues eso es cosificar el asunto y puro antropocentrismo ya que el hombre no está solo en la naturaleza- progresivamente el medio rural y colmatando los urbanos, bien en grandes ciudades, medianas o chicas, pero todas ellas alejadas de la ruralidad, aunque estén en medio del campo. Recuerden que hay hasta quienes definen el campo como lo que hay entre dos ciudades. Aquellas tierras sorianas y guadalajareñas que a Ortega le parecían lo más pobre del mundo, no por sí mismas y su esencia y, sin duda, una hipérbole para reforzar su tesis, efectivamente lo eran porque la vida en ellas estaba a caballo entre la austeridad y la mera supervivencia. Hoy, esas paupérrimas tierras son “desiertos de la cultura”, como el título del magnífico ensayo sobre la despoblación que Santiago Araúz de Robles dedicó a su tierra de origen molinesa, también hermana de las de Sigüenza, Medinaceli y Berlanga de Duero que fueron las que visitó Ortega para escribir esa tan larga como bella y certera cita que hoy constituye el elemento nuclear de este artículo.

Claustro de las catedrales de Burgos y Sigüenza.

La Soria más próxima a nuestra Guadalajara, capitaneada por Medinaceli, Berlanga de Duero y, sobre todo, por El Burgo de Osma, y las tierras seguntinas e, incluso, las molinesas más septentrionales, son hoy auténticos páramos humanos. El hambre se fue con los hombres, pero se quedaron el silencio y la soledad. También la paz, aunque sea la de los cementerios. Aquellas y estas históricas ciudades, villas y aldeas castellanas sorianas y guadalajareñas, cada día están más y mejor restauradas, cuidadas y bellas, sobre todo para el turismo que, no es la panacea de su desarrollo actual y futuro, pero cada vez influye más en su economía y, por tanto, en sus sociedades. Si a Sigüenza le quitamos el parador y la catedral y lo que ambos monumentos implicaron e implican para ella como recurso/producto turístico de primer orden, y a El Burgo de Osma le restamos también sus establecimientos hosteleros, sobremanera los termales y gastronómicos- especialmente la antigua universidad de Santa Catalina y el Virrey Palafox con sus famosas matanzas de cerdo-, y su catedral, los alrededor de 5000 habitantes que ambas ciudades tienen, sumadas sus muchas pedanías, probablemente se reducirían a la mitad. Curiosamente, Sigüenza y El Burgo, que son los dos núcleos históricos de referencia de esas “pobres” tierras de Guadalajara y Soria, no solo comparten esa cita orteguiana, también tienen historia e historias paralelas pues ambas ya eran diócesis datadas en el siglo VI, cuando sus respectivos obispos estuvieron presentes en el concilio de Toledo-Protógenes era el seguntino y Juan el oxomense-. Igualmente, la dos diócesis fueron restauradas en el siglo XII y en dos monjes franceses nombrados obispos recayó la tarea-Bernardo de Agén, el seguntino, y Pedro de Bourges (San Pedro de Osma después), el oxomense-. Y tanto Bernardo como Pedro crearon dos ciudades episcopales de nueva planta en las proximidades de donde estuvieron las primitivas sedes visigóticas. Estos paralelismos episcopales y diocesanos terminan rematándose con el hecho de que sendas catedrales, la de Sigüenza y la del Burgo, están dedicadas a la advocación mariana de la Asunción, por ello en la iconografía de las dos aparece, con cierta recurrencia, el jarrón de azucenas que simboliza la pureza y virginidad de María, un símbolo cuyo origen está en la orden de la Terraza, creada en el antiguo reino de Pamplona a principios del siglo XI. Aún podríamos forzar más los paralelismos entre las catedrales de Sigüenza y del Burgo pues mientras en la seguntina, una de las torres, la esbelta de la puerta de Mercado que da a la plaza Mayor, es conocida como “del Gallo”, en la oxomense hay una singular leyenda que relata que un gallo entró en la catedral, se posó en la cabeza de un Cristo románico y, al lanzarle un sacristán una piedra para espantarle, dio en la frente del crucificado y al punto manó sangre de la talla.

Si Ortega y Gasset contrastó la evidente pobreza material de aquellas tierras guadalajareñas y sorianas del primer cuarto del siglo XX con la extrema riqueza literaria que supone el hecho de que por ellas discurra una parte notoria del Cantar del Mio Cid, el primer gran poema épico en la entonces balbuceante lengua castellana, los paralelismos episcopales y diocesanos de Sigüenza y El Burgo de Osma, además de sus similares fisonomías monumentales y demográficas actuales, todavía hermanan más a ambas tierras castellanas, una políticamente matrimoniada, hace apenas cuatro décadas, con la Mancha, y la otra con León. Matrimonios de conveniencia, pero no se sabe bien para quién porque en nuestra comunidad autónoma cada día se descompensa más el mancheguismo en detrimento del castellanismo-de hecho, ser manchego es una forma de ser castellano por lo que el “matrimonio” de Castilla con La Mancha tiene un punto de “incesto político”- y en el de Castilla y León los leoneses quieren irse y tener comunidad propia, mientras que los sorianos dicen que, además de ser cada vez menos, se sienten solos y abandonados por el centralismo vallisoletano-burgalés. Sostienen Menéndez Pidal y el propio Ortega que el autor anónimo del Mío Cid era en verdad un juglar de Medinaceli. La “ciudad del cielo” fue, junto a Guadalajara, la capital de la Marca Media de Al Ándalus en algunos períodos de dominación islámica y, en el tiempo de la restauración de la diócesis seguntina, era la cabeza de todo aquel territorio.

O sea, que Ortega no solo dijo que aquellas “pobres” tierras de Guadalajara y Soria no podrían pagarse con todo el oro del mundo por haber inspirado el “Mío Cid”, sino que también fueron las del origen de quien lo cantó y contó. Anónimo, como “casi todo lo grande” en España, según palabras del propio autor de El Espectador, escritas tras contemplar la estatua del Doncel que, como el gran poema épico, tampoco tiene autoría conocida. Y que es un auténtico poema en alabastro en el que se unen “dialéctica y coraje”-al decir también del propio Ortega-, en Martín Vázquez de Arce, el joven soldado lector yacente.