Los caprichos de la nieve


La nieve ha causado estragos en la Historia y también ha suscitado anécdotas. ¿Sabían que un monarca trató de vencer las propias leyes de la naturaleza por complacer a su esposa?

Se trataba de Al-Mutamid, el rey poeta de Sevilla que gobernó desde 1069 hasta 1091, impulsando un período de florecimiento cultural. Por aquellas fechas, en 1085, Alfonso VI conquistaba Toledo y Guadalajara, y dialogaría con el hispalense en la lucha contra los almorávides. No en vano, a Alfonso VI le encomendó Al-Mutamid el cuidado de su nuera, la princesa Zaida, que se había quedado viuda cuando los almorávides atacaron la taifa de Córdoba y mataron a su marido. Con Zaida, Alfonso VI tendría a su único hijo varón, Sancho Alfónsez, fallecido tempranamente, siendo un adolescente, en la batalla de Uclés contra los almorávides (1108).

Sin embargo, retrocedamos unos años en el tiempo para explicar la forma en que Al-Mutamid conoció a su amada. El soberano estaba paseando con su colega de versos Ibn Ammar cuando comenzó a improvisar una estrofa: “La brisa convierte al río en una cota de malla…”. Al-Mutamid le pidió a su amigo que continuara, pero no lo pronunció éste, sino la voz de una mujer que dijo: “Mejor cota no se halla como la congele el frío”.

La voz pertenecía a Itimad, conocida como Rumaikiyya por ser la esclava de un muletero llamado Rumiac. El rey se enamoró al instante de ella y pronto contrajeron matrimonio. 

Esta historia de amor se hizo famosa por una anécdota relacionada con los caprichos de la reina. Ella quería ver la nieve, algo complicado en Sevilla. No obstante, el rey estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por agradarla, de manera que ordenó que se plantaran almendros para que cuando florecieran simularan un paisaje níveo.

Y a los copos de nieve también se les ha tratado de dar utilidad. Durante la borrasca Filomena las esculturas se han multiplicado y en plena Alcarria hemos visto un iglú. Los neveros artificiales o pozos de nieve permiten comprobar el comercio con este bien natural a lo largo de las edades, desde el Medievo al siglo XIX.

Los pozos de nieve, estaban situados en los lugares donde la acumulación del blanco meteoro era mayor, es decir, en las cotas más altas de las montañas. Eran construcciones sencillas, de planta octogonal o circular y en ellas se podían encontrar varias puertas y ventanas. El espacio era cubierto con una cúpula de mampostería. Cuando se almacenaba la nieve, se pisaba y se tapaba con paja, de manera que se aislaba del calor externo. Una vez fabricado el hielo, se esperaba al verano para poder extraerlo y así distribuirlo por los municipios cercanos. Los estamentos sociales privilegiados podían adquirir el hielo y comer helados en verano. El pueblo llano, no. Aunque en ocasiones, en torno a la nieve, se organizaban campañas con fines solidarios como, por ejemplo, recaudar dinero para encargar misas por las ánimas. Será por aquello de que la nieve, igual que la muerte, iguala a todos.