Memoria de fray Toribio Minguella y Arnedo

14/09/2020 - 18:28 Tomás Gismera / Historiador

El 28 de marzo de 1917 renunció a su cargo como obispo de la diócesis don Toribio Minguella y Arnedo quien llegó a Sigüenza el 12 de junio de 1898 en el tren de la mañana. Era, don Toribio, hijo de un comerciante en tejidos natural de Tarazona, y de Margarita Arnedo, natural de Igea de Cornago, en La Rioja, donde don Toribio vio la luz del mundo el 16 de abril de 1836. El tren se detuvo en la estación de Sigüenza a eso del mediodía. Allí, en la estación, lo aguardaban lo que se llamó “las fuerzas vivas” de la población. Es decir, las autoridades de la ciudad que no habían subido al tren a lo largo del trayecto que lo llevó desde Madrid a la ciudad episcopal; el Cabildo de la catedral y, por supuesto, los vecinos de Sigüenza y de los pueblos próximos en un domingo luminoso como pocos que se convirtió, a causa del acto, en día de fiesta mayor.

Tomó el tren, como decimos, en Madrid, a primera hora de la mañana, en compañía del diputado en el Congreso por el distrito de Sigüenza, el notario de Atienza don Bruno Pascual Ruilópez, además de algunos clérigos y de quien le sustituiría en su antiguo obispado de Puerto Rico, a pesar de que ya no viajaría a aquellas tierras, el Padre Valdés.

De Madrid partió el tren en dirección a Guadalajara, donde salieron a saludarle para acompañarle a la ciudad de la catedral, el alcalde y el gobernador civil. La siguiente parada fue en Jadraque, donde se unió el alcalde de Sigüenza, don Marcelino Albacete, y a un kilómetro escaso de la catedral, cuando se sintió la llegada, las campanas comenzaron a tañer. En la estación recibió el saludo del Cabildo y de la Banda de Música, que le tocó el himno de los Infantes. 

Por supuesto, a las puertas de la estación aguardaba la mítica mula blanca, con sus ricos cobertores de seda roja, aunque sin herraduras de plata, como es fama que fueron las que en tiempos medievales llevaron a la catedral a alguno de sus obispos. La mula blanca, que trataba de significar la pureza, en el pelaje del animal y la entrada del pastor en su ciudad, como Jesús en Jerusalén.

Traía a sus espaldas don Toribio una larga biografía de estudios, obras y cargos; pues desde que ingresó en el seminario de Tarazona con once años de edad, hasta pasar al de Monteagudo, poco antes de cumplir los veinte, no pasó prácticamente un día sin que hiciese algo nuevo.

Contaba, cuando llegó a Sigüenza, con 62 años de edad, y en estos había recorrido medio mundo, desde Filipinas al Nuevo Continente, sin dejar los cuatro puntos cardinales de España, por donde quedó huella de su paso. A Filipinas, para hacerse cargo de la enseñanza de sus naturales llegó en 1858 y, entendiendo que la mejor manera de relacionarse con su nueva feligresía era aprendiendo su idioma, lo hizo, el tagalo, escribiendo en este idioma una gramática que fue considerada en su tiempo, y mucho después, como de las mejores y más completas conocidas. Contaba entonces, cuando embarcó rumbó a Filipinas, 22 años de edad. Y allí, en Filipinas, se ordenó sacerdote.

Eran los años previos a las guerras coloniales que llevarían a la pérdida de las de América y, por supuesto, de Filipinas. Antes de que esto ocurriera don Toribio recorrió aquellos lugares que años después se harían famosos a causa de la guerra, desde Imus a Cavite, entonces predicando la paz. A pesar de que también tuvo que administrar sacramentos a quienes cayeron en acciones de guerra.

Regresó a España casi veinte años después de la partida. A la revoltosa España de la década de 1870. Una España que se enzarzaba de nuevo en guerras civiles. La de estos años se llevó a quien fue considerado héroe en cien batallas, su hermano José, o mejor, el bizarro brigadier Minguella, que murió en Tudela a consecuencia de las heridas de su última batalla, y después de que un sargento cargase con él a lo largo de varios kilómetros, bajo el fuego de la fusilería. 

Regresó fray Toribio para continuar por aquí con la labor emprendida por allí, de renovar lo que en su mano estaba, y continuar estudiando, aprendiendo y dando a conocer lo aprendido.

Aquí emprendió la reconstrucción del Monasterio de San Millán de la Cogolla, al ser nombrado rector de aquel en 1878, y emprendido el camino de este y luego de organizar sus archivos y dejar escrito su “Estudio Histórico Religioso de San Millán”, se empeñó en una nueva reconstrucción monacal, Nuestra Señora de Valvanera, que como San Millán, se vio afectado por las desamortizaciones del siglo, y del que escribió y dio a conocer su historia en una obra de culto: “Historia de Valvanera”. Tras un breve paso por Madrid tuvo que hacer de nuevo las maletas para viajar a Puerto Rico en 1894, ya en tiempos revueltos, a pesar de que aguantó en el obispado hasta el último momento, hasta que la independencia lo mandó de regreso a España.

 

Obispo de Sigüenza
El día de su llegada a Sigüenza, tras los actos religiosos que tuvieron lugar en la catedral, donde se cantaron los correspondientes oficios en los que participaron, se nos cuenta, más de mil personas, hubo una recepción en el palacio episcopal, con posterior almuerzo, que dio comienzo a eso de las cinco de la tarde y se prolongó hasta cerca de las nueve de la noche, mientras la fiesta continuaba por las calles, con serenatas, pasacalles e incluso teatro.

Contaba Sigüenza, por aquellos años, con casi 4.500 habitantes, siendo el obispado sufragáneo del arzobispado de Toledo. Una ciudad, la de Siguenza, a la que no le faltaba de nada; con teatro, dos casinos, fábricas de paños, bayetas y jabones y unas ferias conocidas en todo el obispado, cuyos límites traspasaban las hoy conocidas fronteras de Guadalajara, para adentrarse en Soria.

Don Cayetano Ramos Velázquez, como deán de la catedral, fue el encargado de darle posesión del señorío de la ciudad, o del mando de la catedral que a partir de aquel día tendría por sede, y en la que dejó, como la mayoría de los obispos que por ella pasaron, un grato recuerdo. Y A ella entró acompañado de su sobrino, fray Julián, el hijo de su hermana Ignacia, Agustino como él, que terminó sus días en Manila en 1910.

En el transcurso de los casi veinte años que permaneció como obispo de Sigüenza dejó unas cuantas obras significativas; poco habitual en la historia del obispado que su cabeza visible la gobernase durante tantos años, pues la media, a lo largo de la historia, estuvo en los cinco años, y obispos hubo que no llegaron a terminar el de su nombramiento. En Sigüenza, al poco de su llegada, mandó imprimir el semanario La Ilustración de Sigüenza; donando a la catedral el templete de plata para la custodia procesional; la talla de la Purísima; llevando a cabo la inauguración del nuevo cementerio extramuros de Sigüenza y, continuando la costumbre, y dando pie a la fama ganada como historiador, legó a la historia la gran obra que todavía, más de cien años después es de consulta. La Historia de la Diócesis de Sigüenza y sus Obispos, tres tomos de historia, con miles de páginas, para deleite y disfrute de las generaciones venideras. La obra supuso  la culminación de los trabajos que hasta poco antes de su fallecimiento llevó a cabo el sabio seguntino don Román Andrés de la Pastora, fallecido apenas dos meses antes de la llegada del nuevo obispo.

Don Román, que también tuvo una  larga vida, pues falleció a los 87 años de edad, había dedicado la mayor parte de ella a estudiar el obispado, la catedral y sus obispos, además de reunir una inmensa colección arqueológica que expuso para conocimiento de la provincia en la gran Exposición que se celebró en Guadalajara en 1867, a la que llevó un centenar de las miles de monedas ibéricas de su colección. Sus trabajos sirvieron para que el académico seguntino Pérez Villamil diese a la luz pública su Historia de la catedral; y para que don Toribio Minguella ordenase sus notas sobre la historia del obispado, trasladando su cuerpo, en reconocimiento a su labor, desde el cementerio en el que fue enterrado, a la nave mayor de la catedral.

Don Toribio renunció al obispado, como decíamos, el 28 de marzo de 1917, al considerar que con 80 años y enfermo no podía continuar rigiendo el obispado. Dejó Sigüenza, y se recluyó en el monasterio de Monteagudo, donde llegó la muerte. El 15 de julio se cumplirán cien años.

Fue, además de obispo, académico correspondiente de la Real de la Historia; premio al talento de la misma Academia; senador por el arzobispado de Santiago de Cuba entre 1896-98 y por el de Toledo entre 1899 y 1900; presidente de un Capítulo General de la Orden de Agustino Recoletos (OAR) y Visitador de la Provincia de San Agustín, y…, muchas cosas más.

Pero, ante todo, fue el obispo historiador de Sigüenza.

      

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