Recuerdo de José Jiménez


Fue director hasta su jubilación del periódico “El Norte de Castilla”

En su casa de Alcazarén, un sosegado pueblo de Valladolid, en la madrugada del pasado día 9 de marzo, fallecía el escritor, poeta y periodista José Jiménez Lozano, a la edad de 89 años. Galardonado, entre otros con el Premio Cervantes del año 2002, y antes con el Miguel Delibes de Periodismo y el Nacional de las Letras Españolas, director hasta su jubilación del periódico El Norte de Castilla, Jiménez Lozano era una prestigiosa figura del actual universo literario. Un prolífico narrador adornado de una profunda formación humanística, muy docto en el estudio de la mística española, memorable autor de una treintena de novelas y de un sinfín de artículos periodísticos, además de gustosos poemarios, libros de cuentos y sugerentes diarios. Sin duda, un fulgente creador de espacios imaginarios, dueño de una escritura deliciosa y diamantina. 
    Tuve el honor de conocer y tratar a José Jiménez Lozano, durante mis años de decano de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, en uno de aquellos seminarios literarios sabiamente dirigidos por Guadalupe Arbona, siempre amiga y compañera, profesora titular de Literatura Española, responsable de la página web del escritor. Los altos predios de Sigüenza y Atienza, empapados de ensalmos y plegarias, las legendarias cumbres de Miedes, con aromas de romances, la misteriosa iglesia de Santa Coloma de Albendiego, así como las comarcas de Almazán y Berlanga de Duero o la singular ermita mozárabe de san Baudelio, antiguas posesiones del obispado seguntino, fueron los protagonistas de muchas de nuestras conversaciones. 
    Silenciosos y despoblados parajes guadalajareños y sorianos, de austera presencia y castellano acento, visitados, conocidos y sentidos como suyos por Jiménez Lozano, al modo de un “mapa abierto a las veredas del mundo”, como quiere la profesora Arbona,convertidos por él en poéticos territorios de su quehacer literario. Así lo contaba nuestro ilustre amigo: “Esta tierra de Rello a Sigüenza —por Marazovel, Barahona, Paredes, Riba de Santiuste y Palazuelos— es la mía y donde tengo parte de mi patria adoptiva; aquí he visto y como olido el mundo del medievo, y por eso la geografía y los personajes de dos de mis novelas, —Maestro Huidobro y Un pintor de Alejandría— son de esta tierra y me siento muy contento y agradecido por ello”. 
José Jiménez Lozano, en su brillante y divertido apólogo Un pintor de Alejandría,conduce a sus lectores hasta la convulsa sociedad castellana del siglo XV, cuando es quebrada drásticamente la tolerancia, “plural, libre y espontánea, de las tres etnias, de las tres culturas y de las tres religiones, en el barrio cristiano y en la aljama judía”. Un tiempo nievo, “monolíticamente cristiano”, luego palaciego y erasmista, imperial y comunero, se asoma en el horizonte de la historia. Nacerá, afirmaba el autor, entre la revancha y la renuncia; con ojos y oídos por todas partes, correveidiles de los señores inquisidores”, como aquellos componentes del tribunal de la ciudad de Sigüenza. 
    En las páginas de esta novela, el laureado prosista da cuenta de las aventuras de un cura de aldea, don Absalón, oficiante en una bella y pequeña iglesia románica de estas empinadas tierras, que encomienda a un vecino a viajar, por alejados confines, para contratar a un pintor que restaure los frescos que decoran los muros y las bóvedas del oratorio, desvaídos en el correr del tiempo.
    Aparecen en el libro, en un tentador repertorio de fábulas y claridades, un río de personajes y disparatadas situaciones, henchidos de ironía y humanidad: la mujer del regidor de Sigüenza, la judería de Almazán, las calles de Pastrana empedradas de historia, los castellanos pueblos amurallados, el bachiller de Osma, presbíteros y rabinos, la consoladora de Medinaceli, santones y heterodoxos, el tonto de Jadraque… Una feliz letanía henchida de amor y de vida. 
Las villas y ciudades evocadas en el texto de esta obra, detallaba José Jiménez Lozano, “están aludidos como resonancias y vividuras de quien esto escribe, lugares literarios e imaginativos que luego he conocido, he estado en ellos y en bastantes de ellos, más de una vez. En alguno, en busca del especialmente interesante románico rural o de su hábitat general que alguien me señaló o encontré en algún libro reseñado con verdadero interés, todo ello sin dejar entre renglones los palacios que están en Pastrana, donde reside un ama de llaves muy joven, hermosa y tuerta, que lleva al cinto una espada para conservar su virtud”. Sugerente invocación del mito inmarcesible de la princesa de Éboli, la aristócrata cifontina que relumbró en la corte del rey Felipe II. 
    Espigando entre los distintos pasajes de la novela, descubrimos una bellísima y original metáfora sobre lo mudable de la condición humana. En un lugar de la serranía de Guadalajara, el protagonista tropieza con una tienda donde vendían conservas de bacalao y también, sorprendentemente, se dedicaban a envasar las más nobles doctrinas filosóficas en pequeños tarros. Cuando tan magnos saberes no cabían en los recipientes, los empleados procedían a cortar sus bordes para que “encajaran según los deseos del cliente”. Inefable ejemplo de la volatilidad de las certezas cuando aprietan ambiciones y egoísmos. 
    En los últimos años, Jiménez Lozano escribía unos cuadernos de apuntes y anotaciones, bajo el título de Impresiones provinciales, un bello y antológico mosaico de lecturas, vivencias y sucedidos. En el volumen correspondiente a los años 2010-2014, el ensayista desgranauna creativa reflexión en torno a las hermosas esculturas funerarias, de tres personajes históricos, labradas en los albores del renacimiento español. Leamos despacio: “Tres grandes monumentos funerarios de extrema belleza, el Doncel de Sigüenza, el obispo Tostado, en Ávila, y el inquisidor Del Corro, en San Vicente de la Barquera, siguen dejando perplejos a quienes los miran, porque estos muertos leen; no están durmiendo, velan. Y como si recibieran a sus visitantes, ciertamente, como en su estancia de estudio, llena de un apacible silencio y quietud; y entonces, ni recuerdo de la muerte. Esperamos que alcen los ojos del libro para iniciar una conversación. Nos parece que hemos sido recibidos en su cámara”, a la luz tenue de las confidencias. 
    La mítica figura del Doncel, de itálicas brisas, cincelada en piedra de alabastro en su tumba de la catedral de Sigüenza, siempre ha formado parte del imaginario de José Jiménez Lozano, de esa realidad representada que “es querencia del alma”. Allá por el año 1992, el erudito literato le dedicaba un bello poema, cuyas ultimas estrofas resuenan así: “Y en invierno/ solo escucho el silencio y abro al Dante/ por el atormentado Infierno u otro libro/ y me conformo en el insomnio; pienso/ que el Doncel de Sigüenza eternamente/ puede leer, y yo renunciaría/ a todas las otras noches, si pudiera/ permanecer en su vigilia”. Muchas gracias por todo, querido maestro. 
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Javier Davara es profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid.