Verano del 2020

14/08/2020 - 18:38 Emilio Fernández Galiano

Han pasado dos décadas. Como de todas las adversidades, la sociedad reaccionó aprendiendo y volvió a apreciar los valores que tanto nos hicieron avanzar y convertirnos en un gran Estado.

Han pasado dos décadas y recuerdo aquel verano como si lo estuviera ahora viviendo. Tal vez porque fuera distinto a todos los demás. Porque el mundo estaba condicionado por un virus llamado Cobid-19 que nos obligaba a saludarnos a distancia, guardar entre nosotros una distancia de dos metros y a llevar todos mascarilla. Muchas veces nos costaba reconocernos. La primavera había sido cruel con un confinamiento obligado y con muchas víctimas mortales, demasiadas. Temíamos al virus y teníamos que acostumbrarnos a vivir con él, entre temores, como el que juega a la ruleta rusa con un tambor enorme, pero una bala en él. 

El mes de agosto volvimos a pasarlo en Sigüenza y precisamente en ese verano realicé una exposición que tuvo bastante éxito. También condicionada por las normas sobre aforo en recintos cerrados. Las noticias sobre rebrotes después de la “desescalada” -así llamaron al periodo posterior al confinamiento- aumentaban la preocupación entre la población. Eran situaciones nuevas, expresiones nuevas, inéditas, como la “nueva normalidad”. Todo era inédito en aquel verano.

En España los registros sobre nuevos contagios superaban al del resto de Europa, y sobre el gobierno arreciaban las críticas por una mala gestión. Para colmo la situación política se agravaba con la marcha del Rey Emérito, Juan Carlos I, y su abandono de la Zarzuela sin saberse a ciencia cierta a instancias de quién. Las televisiones de entonces, barnizadas de una frivolidad y una chabacanería hoy irreconocible, se cebaban con el monarca por aspectos ajenos a su reinado, créanselo. Afortunadamente, como ha quedado demostrado, el tiempo pone a cada uno en su sitio y hoy don Juan Carlos es reconocido, junto a su hijo Felipe, como uno de los mejores reyes desde Carlos III.

 

Claro que por entonces existía un partido de extrema izquierda, Unidas Podemos se llamaba, creo recordar, que avivaba de forma envenenada el fuego de la discordia y todo lo que supusiera la robustez de nuestra monarquía parlamentaria, la unidad de España y nuestra economía de mercado. Bajo un lenguaje demagogo y populista, abanderó los movimientos antisistema terminando mimetizándose en lo que ellos llamaban “casta”, los tradicionales partidos políticos desde Transición. Resultó que se descubrió en dicho partido la mayor trama de corrupción conocida y una financiación ilegal que terminó con muchos de sus dirigentes condenados por la justicia. 

El PSOE, que durante algún tiempo coqueteó con esa izquierda radical, retornó al partido de Estado que siempre fue desde Suresnes y la política se encarriló con la alternancia en el poder de los dos grandes partidos nacionales, alternancia que tanta prosperidad nos dio desde la Constitución del 78, afortunadamente hoy incuestionada. 

Así transcurrió el verano del 2020, entre temores y esperanzas, entre otras la de una vacuna que afortunadamente llegó erradicando aquella pandemia. Como de todas las adversidades, la sociedad reaccionó aprendiendo y volvió a apreciar los valores que tanto nos hicieron avanzar y convertirnos en el gran Estado que hoy somos dentro de una Europa fuerte. Y una vez más contrastamos que ni los nacionalismos ni los radicalismos pueden aportar nada bueno y que sólo desde la libertad, la moderación, el esfuerzo y el premio podemos aspirar a la prosperidad. 

Todavía me quedan fuerzas para seguir pintando, pero aquel verano del 2020 me enseñó que hay que confiar en el futuro, porque como ya dije, el tiempo, además de ayudar a curar las heridas, pone a cada uno en su sitio. Y, al fin y al cabo, veinte años no es nada.