Actos impuros

08/02/2019 - 16:24 Jesús de Andrés

La Iglesia siempre ha tenido especial sensibilidad con lo que ella misma denomina –en su eufemístico catecismo– “actos impuros”. 

Leer el ABC en un antiguo café madrileño, de esos en los que bajo el mármol de la mesa se pueden palpar epitafios y nombres esculpidos por tratarse de una lápida invertida, como ocurría en La Colmena, tiene algo retro, vintage, de máquina del tiempo que te conduce al siglo XX. Pero los contenidos del periódico, más allá de su tercera –hito del periodismo patrio–, enseguida  te devuelven al presente.

Regresa el Papa Francisco de un viaje por los Emiratos Árabes y, quizá por la ligereza a la que se puede prestar una conferencia de prensa en pleno vuelo con los periodistas que le acompañan, reconoce el abuso sexual de religiosas por parte de miembros del clero. “Hay sacerdotes y obispos que lo hicieron y aún lo hacen”, dijo. Han leído bien. Lo dice el Papa, en el ABC. Reconoce Francisco que hay sacerdotes que, hoy en día, abusan sexualmente de religiosas, y es inevitable sorprenderse una vez más por su absoluta inacción para –si es cierto lo que dice, y se supone que siendo quien es no está bromeando– acabar con dichas prácticas, denunciar ante la justicia a sus ejecutores y poner en marcha protocolos para que no vuelva a ocurrir. 

El obispo de Tarragona, coincidiendo con los sucesivos escándalos relacionados con el abuso de menores, acaba de renunciar a su cargo. Lo ha hecho tras la impúdica respuesta que tuvo ante las denuncias que rebosan su diócesis: para él se trataría de un mal momento del acusado, no fue tan grave como para secularizar a los abusadores. Ni por un instante se le pasó por la mente denunciar lo ocurrido en los juzgados, ni entonces ni ahora. Ni por un momento se ha puesto en el lugar de las víctimas. El último párroco denunciado lamentó la “situación” y pidió “disculpas” a quien pudiera haber ofendido. No quiero pensar el esfuerzo que le debió suponer tanta empatía.

La Iglesia siempre ha tenido especial sensibilidad con lo que ella misma denomina –en su eufemístico catecismo– “actos impuros”. De hecho les dedica dos mandamientos, siendo el pecado protagonista ya que ni el robo ni la muerte merecen tanta atención para su decálogo. Eso sí, los actos impuros son los que comenten los demás, a quienes el demonio acecha, aquellos que para borrar del expediente hay que relatar, mejor si es en detalle, en la penumbra del confesionario. No deja de ser curioso que el sexto mandamiento, su ejecución (“no cometerás actos impuros”), vaya por delante de su prevención, el noveno (“no consentirás pensamientos ni deseos impuros”). Qué derroche de normativa, qué obsesión por la pureza por parte de aquellos que llevan siglos abusando de mujeres, niños y adolescentes. Piensen en una institución que reconociera brutales delitos, llevara siglos consumándolos y no hiciera nada por evitarlo. ¿Qué calificativo merecería?