La incómoda estatua de Franco en Guadalajara

23/03/2025 - 11:17 Jesús de Andrés

Retirar la estatua del espacio público, quitándole su carácter simbólico, fue un acto democrático y necesario. Tener la estatua abandonada, tirada en el suelo, es un acto de incultura.

 Se cumplen cincuenta años desde la muerte del dictador. Hay quien lo celebrará pomposamente, como si hubiera algún mérito derivado del hecho de que muriera, como jefe del Estado, en la cama, algo que dice muy poco de España como nación y menos aún como pueblo. A mí, convertir aquel hecho en una conmemoración me parece, y perdonen el adverbio, francamente absurdo. Hay quien, con la retranca que nos caracteriza, lo ha denominado Año Pacobeo. Franco debe ser carne para historiadores y científicos sociales, para su análisis desde el rigor académico, para el estudio de fuentes que nos permitan una mejor comprensión del personaje y su época. Lo demás es disputa política y trifulca ideológica, que tan poca falta nos hace ahora.

En Guadalajara se cumple este 2025 otro curioso aniversario, el de la retirada definitiva de sus calles de la estatua de Franco, aquella que fue levantada un año después de su fallecimiento en la Plaza Mayor, entonces plaza de José Antonio, eliminada definitivamente de su segunda ubicación, la plaza Fernando Beladiez, hace ahora 20 años, en marzo de 2005. El monumento, tal y como anticipó Nueva Alcarria unos meses antes de su inauguración, presentaba al dictador “en bronce, de cuerpo entero, vistiendo el uniforme de campaña durante nuestra Cruzada de Liberación, a pie firme sobre unas rocas, que irán rodeadas de un estanque iluminado. La altura total del monumento será de algo más de cuatro metros, y la figura medirá dos metros”. Aunque originalmente se pensó en sufragar su coste mediante suscripción popular, de la que los periódicos Nueva Alcarria y Flores y Abejas, semana tras semana, fueron dando cuenta puntual, al final fueron las “donaciones” de los ayuntamientos, que todavía no eran democráticos, las que permitieron hacer frente a los gastos.

El monumento a Franco fue inaugurado el 4 de diciembre de 1976, fecha en la que el homenajeado hubiera cumplido 84 años. En ese momento, la deserción de la clase política franquista era evidente: el 18 de noviembre, unos días antes, las Cortes habían aprobado el proyecto de reforma política con 425 votos a favor frente a tan sólo 49 en contra y 13 abstenciones. El día señalado coincidió, por tanto, con la campaña electoral del referéndum para aprobar la Ley para la Reforma Política. A la inauguración, que fue presidida por Carmen Polo, viuda de Franco, asistieron prácticamente todos los nombres destacados del búnker, la extrema derecha más recalcitrante. Tras los discursos, “doña Carmen Polo descorrió la bandera de España que cubría el monumento al Generalísimo”, cantándose a continuación el Cara al Sol. El público, buena parte de él llegado desde otras provincias en autocares fletados por la Confederación de Combatientes, llenaba la plaza. Once días después, el 93% de los guadalajareños aprobó el referéndum que permitiría el tránsito a la democracia.

El fuerte peso simbólico de las estatuas, ya que hay que añadir la de José Antonio en el parque de La Concordia, las convirtió en elemento de confrontación. La extrema derecha las utilizó para su reafirmación ideológica, depositando flores o concentrándose junto a ellas en fechas señaladas (1 de abril, 18 de julio, 20 de noviembre), mientras que la izquierda, por su parte, vio en ellas un agravio intolerable. La llegada al Ayuntamiento en 1979 de un alcalde elegido democráticamente no supuso inicialmente, en contra de lo esperado, cambio alguno sobre la permanencia de las estatuas. El clima de inestabilidad generado en España por los grupos antidemocráticos, tanto por ETA como por la extrema derecha, aconsejaba prudencia y ahorro de fuerzas para cuestiones mucho más importantes en aquel momento como la propia consolidación de la democracia. Aparentemente desarticulada y desmoralizada la extrema derecha tras el 23-F, el Ayuntamiento procedió a modificar el nombre de algunas calles dedicadas a la memoria del bando vencedor en la guerra civil . El 6 de agosto de 1981, mientras el pleno de la Corporación Municipal procedía a abordar el asunto, un grupo de unos quince alborotadores interrumpió la sesión procediendo a cantar el Cara al Sol a la vez que insultaban y zarandeaban a dos periodistas.

Con ese antecedente, la retirada de las estatuas se antojaba poco menos que imposible y tuvo que esperar casi cuatro años más para que se diera un primer paso en ese sentido, momento en el que el gobierno municipal procedió a retirar la estatua de Franco de la Plaza Mayor aprovechando su remodelación. En marzo de 1984 se aprobó el proyecto, que incluía la peatonalización de la calle Mayor y de la plaza. Las obras se finalizaron en la primavera de 1985 y la estatua de Franco fue trasladada a la plazoleta de Beladiez, detrás del palacio de la Diputación, donde aguantó 20 años más. Mantenida oculta, en un estado lamentable, en una ubicación que favorecía los actos vandálicos, en los años 90 le fue colocada una valla disuasoria que pretendía evitar los ataques al monumento pero que, con el tiempo y la desidia, terminó favoreciendo la acumulación de basuras y cristales en su interior.

El 23 de marzo de 2005, al calor del debate por la denominada recuperación de la memoria histórica, la estatua fue trasladada a las dependencias municipales del Fuerte de San Francisco, donde allí permanecen en el olvido y el abandono. Retirar la estatua del espacio público, quitándole su carácter simbólico, fue un acto democrático y necesario. Tener la estatua abandonada, tirada en el suelo, es un acto de incultura. La estatua de Franco fue realizada por Antonio Navarro Santafé, reputado escultor alicantino conocido por ser el autor del Oso y el Madroño situado en la Puerta del Sol madrileña y del Monumento al Caballo en Jerez (Cádiz), así como de los bustos instalados en Guadalajara y Jadraque de Layna y Ochaita. Se trata de una obra de buena factura y que representa como pocas el arte ligado a la dictadura.

Sería conveniente, y apelo al buen criterio del Ayuntamiento para ello, darle acogida en un museo, lugar neutral donde los haya, de tal forma que lo que fue un símbolo se convierta en historia, que lo que era reafirmación del franquismo sirva para explicar de manera pedagógica lo que fue aquel período de la historia de España. No es fácil, pues sigue costando trabajo aceptar hechos de los que han pasado más de ochenta años, pero no tiene justificación alguna que se siga deteriorando. En su momento justifiqué, en un informe solicitado por el propio Ayuntamiento, la necesidad de retirar los símbolos del franquismo, en particular las estatuas de Franco y de José Antonio: dañaban la imagen de la ciudad, representaban principios y valores ajenos al sistema democrático, y en nada contribuían -al contrario- a la identidad de la ciudad. “El lugar de estos monumentos -escribí entonces- es un museo, no la calle. Un museo tiene vocación pedagógica, mientras que la presencia en la calle de estos monumentos define a toda la ciudadanía”. Y concluía “Guadalajara, cuyo nombre está asociado a una de las batallas de la guerra civil, dispone de una historia lo suficientemente atractiva como para convertirse en un reclamo turístico en torno a un museo de la ciudad en el siglo XX, de la guerra civil o del propio franquismo que recoja estos y otros símbolos y materiales impidiendo su deterioro, preservándolos a la vez que desactivando su carga simbólica. En su defecto, podrían trasladarse a un museo ya existente, bien al Museo Provincial, acondicionando una sala específica, bien a cualquier otro donde se pueda explicar qué significó el franquismo y cómo se vivió, en lo bueno y en lo malo, en Guadalajara”. La retirada, por fortuna, se cumplió, queda por realizarse su musealización. Desapasionada, eso sí.