
¡Es la ideología, estúpido!
Casi con toda seguridad, jamás veremos -como aquel replicante de Blade Runner- naves en llamas más allá de Orión ni rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhauser. Ni falta que nos hace.
Casi con toda seguridad, jamás veremos -como aquel replicante de Blade Runner- naves en llamas más allá de Orión ni rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhauser. Ni falta que nos hace. Piensen en lo que llevamos visto este año, que no es poco: falangistas apoyando a Rusia, feministas defendiendo el velo islámico, comunistas chinos añorando a Ronald Reagan o libertarios convertidos en cuatro días al proteccionismo, gritando viva la autarquía. Se suele achacar a las grandes decisiones políticas, casi siempre azuzadas por la necesidad o las crisis, un poso racional, un cálculo de costes y beneficios, una reflexión previa que obliga a tomar medidas para evitar males mayores. Cuando algún grupo político se separa de la lógica, de la sensatez, está abocado a la irrelevancia, encaminado a la derrota. “Es la economía, estúpido”, fue la sentencia que uso Bill Clinton en la campaña electoral del 92 contra sus adversarios para señalar su alejamiento de la realidad. Y así fue.
Bajo su aura de empresario competente, de multimillonario hecho a sí mismo, Donald Trump construyó un personaje dispuesto a resolver los problemas económicos que acucian a los Estados Unidos, que no son pocos. Las cualidades de su papel, que tan atractivo se hizo a buena parte de los votantes, pasaban por su firmeza inquebrantable, su capacidad negociadora o su disposición a ir a la raíz de los problemas. Dispuestos a que América, como ellos dicen, fuera grande otra vez, sugestionados por el personaje, los estadounidenses le dieron su confianza. Lo que ha venido después lo vemos cada día: amenazas, ruptura de alianzas, chantajes, aranceles y una continua incertidumbre, un asombro permanente por las novedades que nos depara cada día: lo más contraindicado para cualquier economía que pretenda mejorar y crecer.
Los Estados Unidos han tenido presidentes duros, toscos y malhumorados, cualidades que no están reñidas con una buena gestión. Lo que no habían tenido nunca es un acosador al frente de la presidencia, un líder vulgar que insulta al resto de líderes y países, incluidos sus aliados, a los que trata como si fueran estiércol. La diplomacia, esa misma que desprecia, no es signo de debilidad sino de grandeza. La moderación no es una carga, todo lo contrario, es signo de civilización. La capacidad de consensuar y llegar a acuerdos, así como la prudencia, son señal de sabiduría. Su preocupación, lo demuestra cada día, no es la economía; lo que motiva su acción es su ideología, la de un ego radical dispuesto a humillar y triturar a quien lo contradiga. A eso nos enfrentamos. No seamos estúpidos.