
Quimeras
Europa, el mundo occidental tal y como lo hemos conocido, se juega su futuro. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, hace ya ochenta años, jamás se había visto tan amenazada, tan insegura, tan consciente de su fragilidad.
Europa, el mundo occidental tal y como lo hemos conocido, se juega su futuro. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, hace ya ochenta años, jamás se había visto tan amenazada, tan insegura, tan consciente de su fragilidad. La retirada de los Estados Unidos, sumidos en un proceso de enajenación mental que ya veremos si es transitorio o permanente, sumada al matonismo sin parangón de Rusia, nos ha llevado a este escenario de perplejidad y desasosiego. Dos son los objetivos que los países europeos, si queremos preservar nuestro modelo liberal de convivencia, deberíamos tener claro: es imprescindible derrotar a Putin cuanto antes y hay que reforzar los lazos de defensa, tan olvidados en la creencia ilusa de que los Estados Unidos proveerían por siempre. En ese orden, sin perdernos en absurdos debates ni en prisas innecesarias: apoyar a Ucrania con decisión y después reforzarnos organizadamente, de forma planificada.
En esta carrera, Rusia va bastantes pueblos por delante de nosotros, promoviendo todo aquel proyecto que nos pueda entorpecer, que nos enrede en discusiones estériles, que evite nuestra reacción. Se compran voluntades y presencia en redes sociales, se sostiene a medios de comunicación y se financian partidos antisistema a derecha e izquierda, poco importa. Cualquier causa que disgregue, que rompa, cualquier cuña que pueda reventar nuestra precaria unidad es bienvenida y sufragada. Salen a la palestra los del “No a la guerra”, con su buenismo ilimitado, sus pancartas y sus pegatinas. No a la guerra que, según su particular interpretación, consiste en no gastar en defensa y no involucrarse en Ucrania. Y no es así: decir no a la guerra es tan sencillo como pedirle a Putin que abandone el territorio militarmente ocupado. Por el otro extremo, la comparsa de Trump brama contra esa tríada maligna -wokismo, globalismo y liberalismo- que ellos mismos han definido y que hace apenas unos meses, antes de inventarla, no sabían ni que existía.
Mientras tanto, para solaz de Putin, en este universo paralelo que habitamos, el debate político va de Koldo y de Mazón, de Ábalos y el novio de Ayuso, de las mujeres de Pedro Sánchez y Rafa Hernando. El presidente del Gobierno no tiene presupuestos, pero ni por asomo convoca elecciones. Y Feijóo está dispuesto a que caiga Europa si no cae antes Sánchez. Un pacto, tan necesario, es impensable. Bastaría, aunque soy consciente de su imposibilidad, con la celebración de elecciones, un acuerdo que dé la presidencia del Gobierno al más votado y la integración del segundo. ¿Estarían Feijóo y Sánchez dispuestos a aceptar la presidencia para uno y la vicepresidencia primera llevando Asuntos Exteriores para el otro? Una quimera, me dirán. Y posiblemente tengan razón.